Después del encuentro con la máscara que hablaba por sí sola, el silencio acompañó a Lichty como una sombra invisible. No dijo una palabra sobre lo que oyó, pero sus ojos tenían otra profundidad. Kael lo notó, pero respetó la barrera. Vania, en cambio, guardaba su propia inquietud: algo se había encendido en su sobrina, algo que ya no parecía dormido.
El camino los llevó a un valle cubierto de musgo y árboles torcidos y si siguieron por una pendiente hasta que los llevo un sendero claramente construidas por manos humanas.
La lluvia cesó, pero la humedad en el aire parecía contener siglos. Lichty, Vania y Kael descendieron por una loma cubierta de raíces torcidas, hasta que lo vieron: un pueblo en ruinas… pero no abandonado. Entre los árboles surgían casas hundidas y calles deformes. Un pueblo entero, atrapado en el tiempo. Las chimeneas humeaban. Se oían canciones infantiles, ecos tenues. Pero algo no encajaba.
— Entre los árboles surgían casas hundidas y calles deformes. Es como si todo estuviera vivo... y muerto al mismo tiempo —murmuró -¿ Skarnh? Vania.
Al llegar a la plaza central, una anciana tejía junto a una fuente seca. Un niño corría tras un aro. Un herrero daba martillazos sobre una espada, pero la hoja jamás avanzaba. Los ojos de todos estaban opacos. No de ceguera, sino de ausencia.
—Están atrapados —dijo Kael.
Y entonces, una mujer se les acercó. Estaba embarazada, de piel grisácea, pero no era un fantasma.
—¿Vinieron a liberarnos? ¿O a recordarnos que el castigo no termina?
Vania la miró con asombro.
—¿Quién los castigó?
—Un hechicero. Hace generaciones. Dijo que ninguna criatura debía invocar vida sin permiso del círculo de los sabios. Nosotros hicimos un ritual para bendecir a los hijos no nacidos. Quisimos protegerlos. El hechicero dijo que habíamos roto el orden... y nos selló aquí. El tiempo no avanza. Los niños no nacen. Los ancianos no mueren. Nadie puede irse.
Lichty sintió un escalofrío. En el centro de la plaza había una cuna de piedra, vacía. Y cuando ella se acercó, el aire se quebró como vidrio.
Una grieta de sombra se abrió en el cielo. De ella descendió una figura alta, encapuchada, sin rostro, con una túnica que parecía estar hecha de humo y ojos ardientes.
—Otra niña con fuego en la sangre. ¿También vienes a romper el orden?
Kael desenvainó su espada. Vania preparó un conjuro. Pero Lichty alzó la mano.
—Yo soy quien viene a restaurarlo.
El hechicero alzó una mano, y raíces negras emergieron del suelo. Quiso envolverlos. Lichty cerró los ojos… y entonces la tierra tembló, no por miedo, sino por obediencia.
Recordó aquella vez que tres forasteros quisieron tomarla a la fuerza… y la tierra se los tragó. Ahora, no sentía rabia. Sentía compasión.
Extendió ambas manos.
—¡Basta!
Una ráfaga de luz dorada, líquida, poderosa, brotó de su pecho. El hechicero retrocedió.
—No puedes. Eres joven. No tienes nombre verdadero.
—Tal vez no… —dijo Lichty—. Pero ya he visto el daño que hace tu castigo. Ya he sentido la llama dentro de mí. Y no la usaré para dominar, sino para romper lo que oprime.
El suelo se abrió. Raíces de luz surgieron esta vez, enfrentando las raíces negras. Se enredaron, forcejearon, hasta que una gran grieta se alzó en medio del aire.
La voz del hechicero rugió:
—Si me borras, parte de tu fuego se irá conmigo.
—Entonces que se vaya.
Prefiero perder poder que permitir esta prisión.
Lichty alzó la mano, y una lanza de fuego blanco brotó de sus dedos como un relámpago nacido del alma. Atravesó al hechicero con un silbido agudo, y su figura se deshizo en un estallido de cenizas que el viento dispersó. Con él, el hechizo que oprimía al pueblo se desvaneció, como si el aire mismo soltara un suspiro contenido por decadas.
Los ojos de la gente brillaron, no por la luz, sino por el regreso de algo más profundo: la conciencia. El herrero dejó caer el martillo, como si de pronto recordara que no era una extensión de su brazo. La anciana soltó su tejido, y sus manos temblaron al reencontrarse con el presente. Un niño rió, y esta vez su risa no era hueca ni impuesta: era verdadera, libre.
Y la mujer embarazada cayó de rodillas, con lágrimas corriendo por su rostro.
—El tiempo... volvió —grito con jubilo.
Vania miró a Lichty como quien contempla un milagro. Kael quiso hablar, pero las palabras no le obedecieron.
Esa noche no hubo banquetes ni vino. La celebración fue otra: un silencio lleno de gratitud, lágrimas que lavaban el alma, y canciones nuevas que nacían de la tierra, como si el pueblo recordara cómo cantar sin miedo.
Al amanecer, el anciano del pueblo se acercó a Lichty. En sus manos temblorosas llevaba una piedra pulida, con forma de semilla.
—Esto no es un objeto mágico —dijo, colocándola en sus manos—. Pero recuerda que aquí sembraste vida. Y por eso, este es tu hogar, siempre que lo desees. Siempre tendrán un techo, un plato caliente, y un lugar junto al fuego. Porque desde hoy, somos tu familia.
Lichty lo miró con los ojos llenos, sin palabras.
Y mientras el sol cruzaba los tejados recién despertados de Skarnh, la niña de la llama supo que su camino no solo era de fuego… también era de raíces.