El cielo cambió aquella noche.
Venían saliendo de un bosque con troncos blancos como huesos, cuando Vania levantó la vista y se detuvo en seco.
—¿Lo ven?
No era un eclipse, ni una tormenta. Eran líneas negras cruzando las estrellas. Como fuego invertido, serpenteando en el firmamento, dejando tras de sí una estela de hielo. Una luz negra.
—¿Es magia? —preguntó Kael.
—No… es una llamada —susurró Lichty—. Alguien está buscando.
Vania palideció.
—Entonces ya sabe que existes.
Esa noche, decidieron acampar al borde de una quebrada. El aire era denso, como si cada brisa llevara un susurro oculto. Lichty no podía dormir. En su pecho, la piedra-semilla que le regalaron en Skarnh ardía con un calor silencioso.
Y entonces llegaron.
Primero fue el murmullo. Luego, el viento se detuvo.
Desde la niebla surgieron tres figuras encapuchadas. Caminaban sin pisar el suelo, y sus túnicas flotaban como hechas de sombra líquida. No eran humanos. Tampoco espectros. Eran los emisarios.
Kael desenvainó. Vania se colocó delante de Lichty.
La figura del centro habló. Su voz era como un eco tras un cristal:
—Hemos venido a reclamar lo que aún no sabe lo que es.
Nuestra señora vio su llama. Y la desea.
Lichty se adelantó, temblando. Pero esta vez, no de miedo. De decisión.
—No soy de nadie. No fui creada para ser propiedad. Vuelvan a su dueña y díganle que no me arrodillaré.
—Eso ya lo sabe. Por eso envió muerte, no cadenas.
Los emisarios surgieron de la niebla con sus túnicas flotantes, ojos como carbones sin llama, y cuerpos que no proyectaban sombra. Tres.
Uno habló. Su voz era la piedra rompiéndose por dentro.
—La llama no elegida ha despertado. Nuestra señora la anhela. La llama vendrá. O arderá.
Kael dio un paso al frente. No tenía espada, pero en sus manos sostenía un bastón de madera de enedro negro, reforjado con hierro en sus extremos. Lo había pulido él mismo durante el viaje, tallando pequeñas marcas que representaban cada lugar en el que Lichty había vencido al miedo.
—Entonces tendrán que pasar por mí.
El emisario de la izquierda alzó la mano. Del suelo brotaron sombras retorcidas: no eran criaturas, sino fragmentos de almas, partes de mujeres sin nombre que alguna vez fueron ofrenda de la princesa. Su dolor flotaba en su forma. Sus lamentos eran cuchillos.
Vania gritó una advertencia, pero fue tarde: las sombras se lanzaron.
Kael se movió primero. Golpeó con el bastón en arcos precisos, como si el arma respondiera a su corazón más que a su fuerza. Cada impacto hacía que las sombras estallaran en humo.
—¡Kael, a tu derecha!
Vania giró, el cabello suelto, y alzó la daga que le había entregado Lichty en la Casona Olvidada. No era una hoja normal: tenía inscripciones antiguas en su empuñadura, y cuando ella la invocaba con un murmullo, la hoja se encendía en azul profundo.
—Esta daga corta mentiras, no solo carne —había dicho Lichty al dársela.
Ahora, Vania danzaba entre los espectros, cortando los hilos que los mantenían en este mundo. Por cada sombra que destruía, un susurro agradecido flotaba en el aire. No luchaba por venganza, sino por justicia.
—¡Lichty, no dejes que toquen la tierra! —gritó.
Pero uno de los emisarios ya se acercaba a ella, alargando una mano incorpórea, tratando de robarle la llama desde dentro.
Lichty no retrocedió. Se arrodilló. Tocó el suelo.
—Despierta. Soy yo.
La tierra respondió. Primero fue un zumbido, luego un pulso. Y entonces, raíces de fuego líquido brotaron desde la grieta, envolviendo al emisario.
—¿Qué eres...? —alcanzó a decir antes de que su cuerpo se petrificara y luego se deshiciera en polvo.
Otro emisario se abalanzó sobre Vania. Ella bloqueó con la daga, pero cayó de espaldas. Antes de que el enemigo la alcanzara, Kael le arrojó su bastón, impactando al ser en pleno torso. La sombra se desestabilizó.
Lichty extendió la mano.
—¡Ahora!
Vania gritó un conjuro de corte, y la hoja azul atravesó la garganta del ser, que cayó sin voz.
Solo quedaba uno.
El emisario final se detuvo. Miró a Lichty, que ya se había puesto de pie. Su fuego estaba despierto, pero controlado. Sus ojos ya no eran solo de niña.
—Ella te encontrará —dijo la criatura—. Y no estaré para verte caer.
Y huyó entre la niebla.
El campo quedó en silencio. El bastón de Kael volvió a sus manos. Vania respiraba agitada, con la daga aún encendida.
Lichty se acercó a ambos. Tenía el rostro sereno.
—Ya no nos buscan. Ahora nos temen.
Kael sonrió, sin alardes. Vania bajó la daga.
Y en algún punto lejano, desde un torreón de espejos rotos, la princesa maldita supo que la llama no era fácil de apagar.
Y eso la obsesionó aún más.
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