Nació bajo un cielo limpio, en el palacio dorado de la gran capital, hija única del rey que gobernaba con puño firme y corazón blando para su niña. Desde que abrió los ojos al mundo, nada le fue negado: juguetes de los rincones más lejanos, vestidos bordados con hilos de plata, jardines sembrados solo para su deleite. Cada deseo que cruzaba sus labios se cumplía antes de que la sombra de la duda pudiera tocar su frente.
El rey, viudo desde el nacimiento de la niña, volcó en ella todo lo que un padre podía dar. La corte la llamaba “la joya de la corona”, y con ese brillo la pequeña creció, convencida de que el mundo existía para adornar sus caprichos.
Pero todo cambió el día que cumplió diez años. El rey organizó una fiesta como nunca se había visto en los salones de la capital. Bufones, juglares, bailarines y magos llenaron los patios y pasillos, y entre ellos, un dúo de extraños artistas que decían venir de tierras más allá de los desiertos.
Ellos hicieron reír a todos, pero hubo un momento que marcó a la princesa para siempre: uno de los bufones tomó una paloma blanca, la alzó al cielo y, con un giro de manos y palabras susurradas, la hizo desaparecer. Luego, la hizo volver con un simple soplo.
Los aplausos llenaron el salón, pero la princesa no aplaudió. Se quedó mirando el aire donde la paloma había estado, y en sus ojos brilló algo nuevo: un hambre que nadie había visto antes. Esa noche, mientras el eco de la música moría, juró para sí que no habría poder que no pudiera poseer. Quería esa magia, esa capacidad de hacer desaparecer y aparecer lo que deseara.
Así comenzó el lento envenenamiento de su corazón. Con los años, ese deseo de controlar lo invisible creció, alimentándose como un fuego que nunca encontraba leña suficiente. En una ocasión, un sirviente le obsequió un gato negro, suave y manso, esperando complacerla. La princesa lo tomó entre sus brazos, pero sus ojos ya no veían a un compañero, sino un objeto sobre el cual probar su voluntad. Hizo traer una caja adornada con símbolos antiguos, la colocó frente a sí, y murmuró palabras que había oído en un viejo pergamino. Con la mano temblorosa de ansiedad, cerró la tapa sobre el animal y apretó con fuerza, hasta que el suave maullido se apagó para siempre. Cuando alzó la tapa y vio el pequeño cuerpo sin vida, no lloró ni se horrorizó; solo sintió decepción. No había desaparecido. No había sido suficiente.
En otra ocasión, un pajarero le trajo una jaula repleta de jilgueros. La princesa los observó largamente y, movida por un impulso oscuro, abrió la jaula, uno por uno los sacó, los sostuvo entre los dedos como quien sostiene un secreto, y los abrió en canal para ver qué había dentro, convencida de que encontraría en sus entrañas el misterio del vuelo, la chispa de lo invisible.
Así creció la sed que la consumía, y su ambición ya no se conformaba con dominar trucos de feria ni simples ilusiones. Quería lo que latía más allá de la vista, las fuerzas ocultas que movían el mundo, los hilos que tejían la vida y la muerte. Secretamente, se rodeó de consejeros oscuros: alguno alquimistas desterrados, brujos que hablaban con las sombras, mujeres que decían soñar con los dioses caídos. Hizo correr el rumor de que quien le otorgara el poder de la magia recibiría monedas de oro suficientes para comprar un reino. Pronto, en las noches sin luna, llegaban a las puertas del palacio mujeres que aseguraban tener el don: curanderas, farsantes, viajeras que contaban historias de linajes mágicos. La princesa las recibía en sus cámaras ocultas, bajo el trono, donde el frío de la piedra parecía beberse la luz de las antorchas.
Allí, las probaba: exigía que desaparecieran objetos, que invocaran lo invisible, que doblegaran la realidad. Pero siempre, sus ojos llenos de hambre descubrían el engaño. Y cuando se convencía de que eran fraude, las hacía llevar a los pasillos más profundos, donde nadie oía los gritos, y allí, sin piedad, ordenaba que les arrancaran el último aliento. Luego, los cuerpos eran arrojados al río que cruzaba la ciudad, para que las aguas se llevaran las pruebas de su ira.
Su padre, el rey, desconocía estos actos. Para él, su hija seguía siendo la joya de su vejez, la princesa que iluminaba los salones con su risa y a quien todo debía concederse. Nadie se atrevía a decirle lo que se susurraba en las cocinas y los corredores oscuros: que la princesa ya no buscaba el amor de su pueblo, sino el poder de los dioses caídos, y que en su búsqueda estaba sembrando muerte en secreto.
En las noches, cuando el palacio dormía, la princesa descendía a sus cámaras ocultas y leía en libros que olían a tumba, escritos con tintas que parecían sangre seca. Las palabras antiguas parecían susurrarle en sueños, promesas de un poder que solo aguardaba ser reclamado por una mano lo bastante cruel para tomarlo.
Los sabios de la corte susurraban entre sí, temerosos de pronunciar su nombre en vano, pues la joven heredera, que un día había asombrado al reino con su dulzura, era ahora una sombra que recorría los pasillos, insaciable, cruel, decidida a doblegar incluso a la muerte misma si eso la acercaba al poder que codiciaba.
Pero los secretos, por oscuros que sean, siempre hallan grietas por donde escapar. Y un día, como dictan las tragedias, la verdad llegó hasta los oídos del rey. No fue un consejero fiel ni un sirviente leal quien lo reveló, sino el eco de los lamentos ahogados que subían desde el río, las miradas huidizas de los cortesanos, las ausencias que ya no podían ocultarse. El viejo monarca, consumido por el peso de los años y del trono, siguió esas pistas como un hombre que busca su propia condena.
Una noche de luna rota, el rey descendió por los pasajes que nadie debía pisar, los que olían a cera quemada y sangre vieja. Allí encontró lo que jamás imaginó: las cámaras manchadas por ritos prohibidos, los restos de los sacrificios, los libros oscuros que su hija atesoraba como un dragón atesora el oro. Y al final, la vio a ella, su joya, su única razón de alegría, de pie ante un altar hecho con huesos humanos, sus manos manchadas, sus ojos ardientes como carbones encendidos.