La doncella liberada

Capítulo 19: El festín de las estatuas vivas. 

Pasaron cuatro años desde que Lichty y los suyos huyeron de Arembó. Cuatro años de caminos polvorientos, noches al raso, aldeas extrañas y refugios secretos. Cuatro años en los que la niña marcada por el sacrificio floreció en joven mujer, con la magia latiendo fuerte en sus venas y el aplomo de quien ha visto de cerca el filo de la muerte.

La magia de Lichty había crecido como un árbol silente: primero tímida y frágil, pero luego firme y honda, sus raíces tocando secretos que incluso los sabios habrían temido. Su tía Vania, siempre a su lado, vigilaba su aprendizaje y su corazón, enseñándole a no perderse en el poder, a recordar la compasión en cada hechizo, en cada palabra invocada.

Kael, convertido ya en un guardián inseparable, veía cómo la joven que un día protegió casi como a una hermana ahora lo igualaba en fuerza y lo superaba en visión. En sus ojos comenzaba a brillar una luz que hablaba de un destino mayor, uno que ninguno de ellos podía aún nombrar sin temor.

Con el tiempo, llegaron hasta Lichty rumores traídos por caminantes y mercaderes: se decía que sus padres, en Arembó, habían sido castigados tras su fuga. Encerrados durante un tiempo, privados de toda palabra en el consejo, obligados a vivir bajo constante vigilancia. Pero también se decía —y eso traía un atisbo de consuelo— que el castigo se había suavizado, que ahora llevaban vidas grises y silenciosas, pero sin cadenas ni muros que los oprimieran. Vivían bajo la mirada vigilante de los ancianos, como sombras de lo que fueron, aguardando el día en que la memoria del consejo decidiera perdonar del todo... o condenar de nuevo.

Estos rumores pesaban en el corazón de Lichty como piedra fría, pero no lograban torcer su camino. Sabía que algún día, su fuerza no solo serviría para salvarse a sí misma, sino para romper las ataduras de los suyos y liberar la tierra que la vio nacer.

A lo lejos, sin embargo, la sombra de Aleur Oscura se hacía más densa. Sus emisarios cruzaban ya las fronteras de viejos reinos, buscando los últimos fragmentos de saber prohibido, los últimos reductos de resistencia. Y en las noches, a veces, Lichty soñaba con el rostro de la reina maldita, con sus ojos como espejos oscuros y su voz susurrándole desde lo profundo:

“La senda es mía. Tú solo caminas en ella.”

Pero cada amanecer, al abrir los ojos, Lichty sentía que algo dentro de sí se volvía más fuerte, más firme. Porque sabía que su destino no era seguir las huellas de la oscuridad… sino ser la llama que las borrara.

Al llegar el atardecer en el horizonte se les presentaba una ciudad que se alzaba ante ellos parecía dormida en piedra. Tras días de andar entre campos resecos y caminos rotos, Lichty, Vania y Kael llegaron al borde de la gran urbe que alguna vez había sido un corazón palpitante del reino. Ahora, bajo la sombra de Aleur Oscura, era un mausoleo abierto al cielo.

Las murallas estaban cubiertas de grietas profundas como heridas antiguas, y en las puertas, en vez de guardianes, los recibieron dos enormes estatuas: hombres de gesto severo y ojos vacíos, como si vigilaran desde un tiempo que ya no les pertenecía.

Avanzaron, y al cruzar el umbral, el silencio cayó sobre ellos como un sudario. Callaron las aves, calló el viento. Las calles estaban llenas de figuras inmóviles: mercaderes con los brazos alzados, niños a punto de reír, mujeres que parecían estar en medio de un saludo. Todos de piedra. Estatuas perfectas, atrapadas en el instante en que la vida los había abandonado.

Vania murmuró:
—Esto no es obra de la naturaleza... Aquí hubo un hechizo. O un castigo.

Kael asintió, apretando el bastón, y Lichty sintió que el aire era denso, cargado de una tristeza que calaba los huesos.

En el centro de la ciudad, en la gran plaza, los aguardaba el espectáculo más terrible: una mesa de banquete interminable, cubierta de manjares que no se pudrían, con copas llenas de vino que no se vaciaban. Y alrededor de la mesa, sentadas en tronos y sillas, estaban las estatuas de los nobles, los ministros, los ricos de la ciudad... todos con las manos extendidas hacia la comida, con sonrisas congeladas en el rostro.

Dicen que la propia Aleur Oscura los condenó aquella noche que desafiaron sus tributos. Que los invitó a cenar para oírlos jurar lealtad, y cuando la mentira asomó en sus ojos, alzó su copa y pronunció las palabras que los petrificaron en el acto. Desde entonces, la plaza fue maldita. A veces, los viajeros que se atreven a acercarse aseguran oír el eco de brindis y carcajadas que jamás cesaron, como si las almas de los condenados siguieran celebrando eternamente su última traición.

Lichty, estremecida, apartó la vista.
—Debemos pasar rápido. Aquí aún habita su mirada.

Las primeras estatuas que los miraron apenas parecían moverse: un giro casi imperceptible del cuello, el rechinar de la piedra viva, el eco de un tiempo muerto que despertaba. Pero luego vinieron más. Las figuras en las calles, las que llenaban la plaza, las que colmaban balcones y puertas, comenzaron a volver sus rostros hacia los intrusos.

Kael levantó el bastón, retrocediendo un paso.
—Esto... esto es un ejército dormido.

El aire se volvió helado, y la luz moribunda del atardecer pareció extinguirse de golpe, como si el sol mismo temiera contemplar lo que estaba por suceder.

Uno de los nobles de piedra, sentado en la mesa del festín, se alzó con movimientos torpes, como si su cuerpo recordara apenas cómo ser humano. Su copa cayó al suelo y no se rompió: rodó, haciendo un sonido hueco que resonó como un presagio.

Lichty respiró hondo, sintiendo cómo su magia se tensaba dentro de ella como un arco dispuesto a disparar.
—¡Corran hacia el templo! —ordenó, señalando un edificio al final de la plaza, cuya puerta entreabierta parecía ofrecer un último refugio.

Pero los pasos de piedra ya comenzaban a acercarse. El suelo vibraba bajo el peso de los condenados, y los rostros tallados mostraban sonrisas terribles, grotescas, como si celebraran el terror que sembraban.



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En el texto hay: tradicion, aventura epica, magia

Editado: 03.07.2025

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