La ciudad estaba repleta de cadáveres que nadie había enterrado; calles anchas, cubiertas por una costra de polvo y huesos molidos. Las fachadas de los edificios se combaban como si hubieran intentado gritar antes de caer. Puentes quebrados colgaban sobre canales secos, y de los balcones pendían restos de lo que alguna vez fueron banderas, ahora jirones negros que se mecían con un viento podrido.
El aire olía a hierro y ceniza. Los charcos no eran agua: eran sangre con moho petrificadas por el tiempo. A cada paso, el grupo sentía el peso de las miradas ausentes, como si la piedra misma los espiara.
En una plaza desierta, rodeada de columnas rotas y árboles muertos, lo vieron. Un niño. Se hallaba solo, como un pequeño brote que intenta vivir entre ruinas. Sus ojos abiertos al vacío, las manos crispadas sobre el pecho, el cabello pegado al rostro por el sudor frío de la desesperanza.
Lichty avanzó hacia él con el corazón desbocado, sus dedos ardiendo con un poder que ya no sabía cómo contener.
—¿Quién eres, pequeño? —susurró, y la ciudad pareció escucharla, atenta, hambrienta.
Entonces, las sombras despertaron.
Emergieron de cada rendija, de cada grieta en los muros, de debajo de las losas. Eran como humo sólido, brazos sin forma, bocas sin dientes. Ojos, miles de ojos brillando un instante y apagándose al siguiente. Un coro de lamentos sin voz.
Vania se puso delante, los dientes apretados.
—¡Malditas ratas de sombra! ¡Venid si tenéis hambre!
Su daga cortó la oscuridad, pero era como hundirse en un lago de tinta. Kael giraba, su bastón arremetiendo contra las formas, dispersándolas por segundos, pero ellas volvían, más feroces, más densas.
Y Lichty… Lichty sintió cómo la sangre le ardía. Cómo el poder del libro de la Casona Olvidada, de las palabras que había bebido sin saberlo, golpeaba dentro de su pecho.
—¡Atrás! —gritó, y extendió las manos.
Un círculo de fuego azul brotó de sus palmas. No un fuego que quemara madera o carne: era un fuego que devoraba la oscuridad misma. Las sombras chillaron sin sonido, replegándose, deshaciéndose en jirones que se esfumaban en el aire pútrido.
Pero cuanto más las quemaba, más venían. La ciudad parecía parirlas, incesante.
La voz de Lichty se alzó, sin que supiera de dónde surgían las palabras:
—Viadhar ellem taníe! Corash vel nor!
Las piedras vibraron. Las estatuas lloraron polvo. El suelo se quebró, y de la grieta surgió un resplandor como de luna enferma. Las sombras se retorcieron, y en su agonía dejaron ver sus rostros: niños sin ojos, madres sin boca, padres de manos vacías.
Kael la miró, asombrado y temeroso. Vania se cubrió los ojos por un instante: Lichty no era ya una niña, era un faro encendido en la noche más negra.
Muy lejos, en una torre en el centro de la ciudad, la Princesa Aleur Oscur sintió ese estallido de poder. Ya lo había presentido, ya había saboreado en el aire la energía de Lichty. Ella, que obtuvo su poder maldito cuando un hechicero le entregó un libro encuadernado en piel de sombra. El hechicero le prometió lo que más deseaba: un poder que ningún mortal podría desafiar. Y Aleur, sedienta de grandeza, lo tomó sin dudar. Pero el precio no se hizo esperar. Cada vez que invocaba la magia del libro, un pedazo de su esencia humana se desmoronaba. Sus manos, que un día fueron suaves, se habían vuelto garras de marfil. Su corazón, que alguna vez latió por amor, era ahora un pozo seco donde sólo anidaban la sed y el odio.
En ese instante, al sentir el poder de Lichty florecer, Aleur apretó los puños sobre el trono de espinas negras que ella misma había creado.
—La doncella… la doncella arde. Quiero su llama. La quiero ahora.
Su aliento era veneno, y su deseo, un fuego que sólo traería ruina.
Mientras tanto el niño con corazón, ennegrecido y vacío, latió una vez, como un tambor de guerra; una criatura sin forma apareció, flotando como un velo negro que parecía sonreír sin tener boca.
«El hijo que aún no canta... será el tambor del amanecer o el eco del fin. Guardad su aliento, porque de él depende el ritual nuevo o el último silencio.»
Y con ello desapareció.
El niño cayó al suelo, exhausto, la frente sangrando por un corte que nadie vio cuándo se hizo. Vania lo tomó en brazos, sintiendo lo liviano de su cuerpo, como si ya no perteneciera del todo a este mundo. Su respiración era un suspiro apenas, un hilo frágil que se desvanecía entre los dedos de la muerte.
Kael se acercó a Lichty, que temblaba por dentro, aunque sus ojos aún ardían con la luz de su magia.
—Esto apenas comienza —dijo, la voz cargada de una certeza amarga.
Pero entonces, Lichty bajó la mirada al niño. Y algo dentro de ella habló. No fue el libro, no fue el poder que había bebido: fue su alma. Se arrodilló y le tomó la mano.
—Ya no temas… ya no debes seguir aquí —murmuró, y colocó su otra mano sobre la herida de su frente.
Cerró los ojos. Y de sus labios brotaron palabras que no conocía, palabras que venían de un lugar más antiguo que el miedo.
—Verethiel… nor alma… elvan shoriel…
Un resplandor suave, como el de un amanecer que apenas asoma, surgió de sus palmas. El cuerpo del niño se iluminó, y por un instante, sus ojos recuperaron la luz que la ciudad le había robado. Sus labios se entreabrieron, y un último aliento —limpio, puro, libre— escapó de ellos.
Una figura de luz, la forma del niño mismo, pero sin heridas, sin miedo, se alzó y miró a Lichty. Sonrió. Y en un soplo, ascendió al cielo muerto, rompiendo por un instante la costra gris de las nubes, dejando tras de sí un hilo de claridad.
Vania dejó el cuerpo inerte sobre la piedra. No era ya más que un cascarón vacío.
—Lo liberaste —susurró, con los ojos húmedos.
Kael inclinó la cabeza.
—Hoy, al menos un alma encontró la paz.
La ciudad, silente, parecía sorprendida. Como si por primera vez en siglos, algo bueno hubiera sucedido entre sus ruinas. Y aunque su promesa de oscuridad persistía, aquella claridad efímera había dejado una grieta en la noche.