Después de haber salido de aquella ciudad tan oscura y siniestra, caminaron hacia el bosque; que parecía cerrarse sobre ellos, como si los propios árboles sirvieran al reino podrido. Había muchos cuervos y búhos, telarañas y musgo por doquier, el paisaje se miraba desolador y muy oscuro; los árboles ya no tenían hojas sino ramas en forma de garras, abundantes troncos con espinas; las raíces parecian trampas; debian cuidar su andar o sino eran atrapados por ellos. El viento arrastraba el eco de pasos que no eran suyos.
Vania corría al frente, la daga preparada. Lichty detrás, jadeando, el corazón golpeándole las costillas. Kael cerraba la marcha, el bastón listo, la vista saltando entre las sombras que se deslizaban entre los troncos.
Y entonces lo vieron a lo lejos que una figura emergió del humo del bosque: alta, encapuchada, la capa hecha de jirones de noche. Los ojos ardían como carbones. Entre sus manos, una cadena de metal negro, que arrastraba sobre el suelo, haciendo un sonido como de huesos rotos.
Un emisario de Aleur Oscur, grito Kael
El emisario al verles grito —La llama no escapará —gruñó la criatura. Su voz era como el roce de piedra contra piedra.
Kael lo enfrentó. Golpeó con su bastón, el emisario se desvaneció como niebla, apareciendo de otro lado, en cada bastonazo que hacia Kael el emisario lo esquivaba rápido, demasiado rápido. Vania se interpuso, cortando el aire con su daga. Lichty alzó las manos, pero el cansancio de la última lucha pesaba sobre ella.
El emisario alzó la cadena y la lanzó como un látigo. La punta pasó rozando el rostro de Lichty, dejando un corte invisible, un frío que caló hasta el alma.
—¡Corred! —gritó Vania.
Los tres se lanzaron por un paso angosto entre las rocas. El emisario los siguió un trecho, pero la estrechez lo obligó a detenerse, susurrando una maldición que retumbó como trueno:
—No hay senda que os salve. Los otros vendrán, grito el emisario. Y no todos mostrarán piedad como yo y con ello el desapareció.
El eco de sus palabras los acompañó hasta que se adentraron en un desfiladero. Las paredes se alzaban como muros de un sepulcro. Allí, medio oculta por la maleza, una grieta se abría: la boca de una caverna.
Entraron a la caverna sin dudar, tragados por la oscuridad.
Dentro, el aire estaba frío y quieto. Avanzaron a tientas hasta que la cueva se abrió en una gran cámara; siguieron caminando, Litchy prendió con su mano fuego a modo de antorcha y siguieron su andar en aquella oscura caverna; notaron que, en el centro, habia un lago. No un lago común: sus aguas eran negras, pero reflejaban como si fueran cristal pulido. No había olas, no había fondo. Sólo un espejo de agua inmóvil.
Kael se acercó, fascinado.
—Fuego... Debemos aprender a forjar fuego verdadero —murmuró—. Si vamos a sobrevivir.
El lago parecía llamarlo. Kael se inclinó sobre la orilla, y el reflejo le mostró no su rostro… sino mil fragmentos de sí mismo: el Kael niño, el hombre roto que vagaba antes de hallar a Lichty y Vania, el guardián que ahora era… y un Kael futuro, con los ojos vacíos y las manos manchadas de sangre.
El agua comenzó a vibrar. Un canto sordo surgió de lo profundo, como si el lago intentara atraparlo en su hechizo.
Vania lo vio y corrió hacia él.
—¡Kael, aléjate!
Pero Kael ya estaba atrapado. Una fuerza invisible lo tiraba hacia el agua. Sus manos temblaban, los ojos fijos en los reflejos que lo desgarraban por dentro.
Lichty, desesperada, sintió de nuevo la chispa de su magia. Alzó las manos y murmuró:
—Koren il nor! Fyaras!
Un fuego tenue surgió de sus dedos, un fuego que no quemaba carne, pero sí deshacía el engaño. El lago se quebró en mil ondas. El hechizo se rompió.
Kael cayó de rodillas, jadeando, las lágrimas corriendo por su rostro.
—El espejo… casi me quiebra —susurró—. Vi lo que podría ser. Vi… lo que temo, pero no se cómo describirlo o contarlo, fue algo muy feo que no quiero ni recordar
Vania lo tomó del brazo.
—Lo abraza y le dice, vamos levántate, Kael. Ese espejo no será quien decida tu destino, el destino lo decides tú y estaremos a tu lado para que eso no pase.