La doncella liberada

Capítulo 23: Los pasos que no dejan huella

Después de abandonar el desolado Pueblo Sin Alma, los tres caminantes avanzaban con el corazón encogido, abatidos por la crudeza de lo que habían presenciado. La Princesa Aldec se revelaba cada vez más como una figura fría y calculadora, y el recuerdo de su despiadada obra los mantenía en constante alerta. Aunque habían logrado escapar de los emisarios, sabían que el peligro no había quedado atrás. Frente a ellos se extendía un valle inmóvil, atrapado entre el último suspiro de la noche y la promesa incierta del amanecer. Pero a cada paso que daban Lichty, Kael y Vania, el silencio se quebraba como un cristal antiguo, despertando ecos dormidos, como si los fantasmas del lugar aguardaran justo bajo la superficie.

El sendero apenas era visible: una franja de hierba quemada, como si antiguas llamas lo hubieran marcado. A cada lado, los árboles retorcidos y huecos se alzaban como centinelas ciegos. El viento traía consigo un murmullo, y cada gota del rocío negro que caía de las ramas helaba la piel.

Kael iba adelante, el bastón en alto. Vania caminaba alerta, los dedos tensos sobre la daga que Lichty le había dado en la casona olvidada. Lichty cerraba la marcha, los ecos de los espejos aún vivos en su memoria.

Entonces, de entre los árboles, surgió una figura.

Era un hombre encorvado, de barba larga, trenzada, que rozaba el suelo. Su túnica estaba hecha de harapos cosidos con cordeles, y su rostro, marcado por arrugas profundas, parecía más de piedra que de carne. Llevaba un bastón nudoso y un saco raído.

—Deteneos —gruñó, su voz áspera como ramas secas—. Si hubieran de morir, ya estarían entre las sombras.

Kael alzó su bastón, desconfiado.

—¿Quién eres? ¡Di tu nombre!

El viejo rió, un sonido hueco, casi sin alegría.

—Mi nombre se lo llevó el viento hace muchos inviernos. Ahora solo soy un exiliado. Un hombre que caminó bajo el sol de Arembó.

Vania entrecerró los ojos.

—¿Un exiliado? ¿Por qué habríamos de confiar en ti?

El anciano inclinó la cabeza.

—Porque no he venido a engañaros, ni a serviros... sino a mostraros el sendero que no veis. Lo que persigue vuestras sombras me persigue a mí desde antes de que nacierais. Sé por dónde andar para que el viento no os robe el aliento.

Lichty dio un paso adelante, con cautela.

—Dices que fuiste de Arembó… ¿Por qué te desterraron?

El viejo guardó silencio un momento, como si aquel recuerdo fuera una espina aún clavada.

—Porque vi lo que no debía. Porque hablé lo que no debía. —Alzó la mirada, y sus ojos brillaron oscuros—. Fui un cantor de los rituales, un guardián de los nombres sagrados. Y un día, encontré un canto antiguo, enterrado en la piedra de un altar. Un canto que hablaba de libertad, no de sacrificios.

Vania frunció el ceño.

—¿El canto prohibido?

—Sí —murmuró el viejo—. Lo entoné una noche, solo, ante la luna. Y al hacerlo, las sombras que ahora nos siguen se alzaron. No para matarme… sino para abrirme los ojos. Vi lo que Arembó esconde: que los sacrificios no calman a los dioses… los alimentan. Que los ancianos temen que un día alguien lo diga en voz alta.

Kael bajó el bastón, intrigado.

—¿Y por eso te desterraron?

El anciano asintió.

— Lo dije ante el Consejo —murmuró con voz áspera—. Les mostré el Canto, tallado en piedra viva. Pero en vez de escuchar, me llamaron hereje. El Anciano Mayor me escupió al rostro… y luego me marcaron.
Alzó la manga con lentitud, revelando una cicatriz retorcida en forma de espiral quebrada, símbolo del traidor.
—Lo hicieron con hierro al rojo vivo. Me desterraron al Reino Podrido, para que muriera entre los Sin Nombre.
Hizo una pausa. Sus ojos, lejos de apagarse, ardían con una luz nueva.
—Pero no morí. Aprendí. Y desde entonces, guío a los que el destino arrastra por estos senderos olvidados.

Lichty tragó saliva.

—¿Entonces nos ayudarás a cruzar?

—Lo haré. Pero no como un salvador. Solo como un hombre que sabe que el Reino podrido no perdona al que se pierde. Seguidme. Lo que buscáis no es un camino… es un pacto.

Y sin esperar respuesta, el anciano se giró y comenzó a andar.

Caminaron tras él, adentrándose en un bosque que parecía más muerto con cada paso. El aire se llenó de un rumor: el murmullo de los nombres olvidados, de las promesas rotas. Las sombras errantes los acechaban, pero no cruzaban el umbral que el viejo abría a su paso.

—Ellas me temen —susurró el anciano sin volverse—. Porque yo caminé con ellas… y regresé.

Cruzaron puentes de raíces, barrancos ocultos por la niebla. El anciano señalaba signos tallados en las rocas, les hablaba de las marcas que dejaban los que antes huyeron.

Cuando el sol comenzó a apagarse tras montañas rotas, llegaron a un claro donde las sombras no osaban entrar. Allí el viejo se detuvo.

El anciano los condujo hasta un claro donde las sombras se detenían, como si una barrera invisible las mantuviera a raya. Allí, bajo un roble seco y gigantesco, se sentó con dificultad. Su voz se volvió más quebrada, casi temblorosa.

—Aquí descansamos. Mañana… quizás, si el sol lo permite, haya una salida.

Lichty se arrodilló frente a él.

—No entiendo. Tú sabes cómo cruzar. ¿Por qué no has salido antes?

El anciano la miró con pesar.

—Porque no puedo. Las sombras no me siguen… pero tampoco me dejan ir. Estoy atado a esta tierra. A este error. Desde que fui exiliado, he guiado a muchos hasta aquí, pero siempre me detengo en este mismo punto. Como si el bosque mismo me hubiera hecho su guardián.

Kael observó al viejo con extrañeza.

—¿Y nunca pensaste en liberarte?

—Lo intenté. Pero el nombre que perdí es también la llave. Mientras nadie me recuerde, mientras nadie me cante… sigo siendo un eco. Una advertencia.

Lichty bajó la mirada y murmuró:

—Los espejos dijeron que el futuro aún no está escrito… Tal vez aún podemos cambiar tu destino.



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En el texto hay: tradicion, aventura epica, magia

Editado: 03.07.2025

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