La noche había caído sin transición. Una oscuridad espesa, que no era del cielo sino de la tierra misma, se extendía por el aire como un humo sin fuego. El grupo había acampado junto a un manantial joven, nacido del río restaurado por Lichty, pero ni el agua clara ni el murmullo suave podían disipar la sensación de peso en sus cuerpos.
—No es normal —dijo Kael en voz baja, mientras afilaba su bastón con una piedra pulida—. Es como si el Reino supiera que ya no puede controlarla… y buscara silenciarla de otro modo.
Vania recogía ramas para la fogata, pero ninguna prendía. Todas se apagaban tras unos segundos, como si se rehusaran a arder.
—La oscuridad está mutando. Cuando no puede poseer, empieza a sofocar.
Lichty estaba sentada a un lado del sendero, los pies descalzos descansando sobre la piedra húmeda, como si necesitara sentir algo real, algo que no se desvaneciera. No decía una palabra. Desde que cruzaron el círculo de la Piedra Partida, el silencio se había instalado en ella como una segunda piel. Su mirada, fija en el cielo sin estrellas, parecía buscar respuestas en un firmamento que ya no hablaba. El viento apenas rozaba su cabello, y la humedad del suelo se mezclaba con el temblor apenas perceptible de su respiración. No lloraba, pero algo en su quietud dolía más que el llanto. Era como si una parte de ella se hubiera quedado atrás, atrapada entre las grietas de aquella piedra rota.
Lóren, al notarlo, se acercó.
—¿Qué te acongoja niña de la luz?
Ella parpadeó, como despertando de un estado profundo.
—Nada… o todo. No lo sé. Es como si la noche murmurara nombres que no entiendo. Como si me llamara… pero no a mí.
Vania se acercó rápidamente y se arrodilló junto a ella.
—¿Te duele algo? ¿Sientes su presencia? ¿Aleur?
Lichty negó lentamente.
—No es Aleur. Es más viejo que ella… más lejano. Como si fuera de otro tiempo. Me canta desde dentro, Vania. Como si algo en mí recordara algo que aún no ha ocurrido.
Kael dejó de afilar.
—¿Una visión?
Lichty no respondió. Cerró los ojos.
Y entonces el mundo cambió.
Ya no estaba en la piedra. Ya no había noche. Solo un campo árido, gris, roto como el Reino podrido… pero distinto. Silencioso. Abandonado. Sin sombra ni luz.
Y al fondo, una figura.
Un niño.
Descalzo.
Con una túnica sencilla.
Caminaba entre ruinas, tocando los muros rotos con la palma abierta.
Allí donde pasaba, las paredes dejaban de crujir. El polvo se volvía tierra fértil. Las grietas se sellaban.
Y entonces cantó.
No era un canto complejo. Era como una nota única que giraba sobre sí misma. Como si cada letra fuera raíz, brote, agua y esperanza. Un lenguaje sin idioma, pero que todo lo entendía.
Lichty lo sintió: su sangre respondía a ese canto.
—¿Quién eres…? —murmuró, temblando.
El niño se volvió.
Tenía sus ojos.
Y en sus pupilas, no había reflejo… sino fuego de estrella.
—Tú me pariste desde la oscuridad —dijo él—. Yo cantaré donde tú no llegues. Yo cerraré la última herida.
—¿Eres mi hijo?
—Soy lo que serás cuando mueras a lo que fuiste. Soy la promesa que sangraste en los espejos. La semilla que aún no ha sido sembrada.
Y la visión se deshizo, como polvo de sueño.
Lichty gritó y cayó hacia atrás. Vania la sostuvo.
—¡Lichty! ¡¿Qué has visto?!
La joven temblaba. Todo su cuerpo parecía arder desde dentro.
—Vi… un niño. El mío. Aún no ha nacido, pero ya está cantando desde el futuro. Me habló. Me dijo que sellará lo que yo no pueda sanar.
Lóren se acercó de inmediato, con la respiración agitada.
— Entonces… es real —susurró, como si al decirlo en voz alta rompiera un antiguo pacto de silencio—. La visión antigua no mentía.
El hijo de la que canta con luz…
El único capaz de nombrar el final.
Sus ojos se perdieron en un punto invisible, como si reviviera lo que había visto en aquellas tablas olvidadas, cubiertas de polvo y tiempo.
— Lo vi… lo vi grabado en los muros de la caverna prohibida, en símbolos que ardían como fuego antiguo, como verdad desnuda. Y por eso fui desterrado. Por eso Arembó selló los pasajes, por eso los ancianos juraron silencio y temor. No querían que el nombre fuera pronunciado. No querían que el eco de esa verdad cruzara las montañas. Estoy seguro, ahora más que nunca, que otros pueblos hicieron lo mismo… como si con el silencio pudieran encadenar el destino.
Su voz tembló, no de miedo, sino de certeza. Una certeza que dolía.
—Pero el tiempo de callar ha terminado. El tiempo de las sombras ha devorado demasiado. Ahora la luz debe nombrarse… o no quedará nadie para escucharla.
Kael se adelantó un paso, el ceño fruncido, el corazón latiendo con un presentimiento oscuro.
—¿Qué final es ese que todos temen?
Lóren lo miró, y sus ojos, cansados y llenos de siglos, parecieron arder por un instante.
—El Canto Original —dijo, y cada palabra era como un peso que aplastaba el aire—. Aleur no teme solo a Lichty… teme al canto que vendrá después. Al canto que no podrá silenciar ni romper. Porque esa criatura… ese hijo que aún no ha nacido… es la grieta final. Es la ruptura total del orden podrido que ella ha construido. Lo que viene tras él no será un reino nuevo… será un mundo libre de su sombra.
El viento se alzó, como si el mismo Reino hubiera escuchado y temblara.
Vania miró a su sobrina, con los ojos llenos de miedo y amor.
—Entonces… todo esto, todos los pasos, el viaje… ¿era por él?
Lichty negó suavemente.
—No. Era por todos. Pero ahora sé que él es parte del camino. Y para que nazca… debemos sobrevivir.
Un silencio largo cayó sobre ellos.
Y por primera vez en mucho tiempo, Lichty no lloró de miedo ni de dolor. Lloró de amor por alguien que aún no existía… y que, sin embargo, ya la sostenía desde el porvenir.