El alba apenas comenzaba a desteñir la oscuridad del horizonte cuando salieron de la cueva. El aire helado les golpeó el rostro como un recordatorio cruel del mundo exterior, y dolía en los pulmones tras tanto tiempo sumidos en la penumbra. Lichty iba al frente, con pasos pesados y la mirada fija en un punto inexistente. Kael la seguía en silencio, incapaz de encontrar palabras que pudieran sostenerla. Loren cerraba la marcha, los ojos atentos, pero el corazón desgarrado por la pérdida que acababan de sufrir.
El viento arrastraba un aroma a tierra mojada y a ceniza, como si el mundo hubiera llorado toda la noche.
Lichty se detuvo al borde de un risco. Se arrodilló en la hierba que bordeaba el precipicio y dejó que las lágrimas corrieran al fin, sin contenerlas.
—Tía... —susurró—. ¿Por qué fuiste tú? ¿Por qué no yo?
Kael se acercó y, sin decir nada, se arrodilló a su lado. Durante un instante solo compartieron el silencio y el frío. Luego, él la rodeó con sus brazos, y Lichty no se apartó. Se aferró a él como quien se aferra a la última chispa de calor en un mundo que se apaga.
—Estoy aquí, Lichty. No tienes que cargar esto sola —dijo Kael, con voz apenas audible—. Yo... yo no dejaré que nada vuelva a arrebatarnos lo que amamos.
Ella alzó la mirada, los ojos aún empañados por las lágrimas, y en los de Kael encontró el mismo dolor, la misma ausencia... pero también una fuerza compartida, silenciosa, que los sostenía a ambos. En ese instante lo comprendió: Kael no era solo un compañero de viaje, era su refugio en medio del abismo.
Temblorosa, se acercó a él y lo besó. Fue un beso largo, profundo, donde se entrelazaban el duelo y la esperanza, el vacío de haber perdido a quien fue madre para ella y guía para él. En ese gesto se compartieron el peso de la ausencia y el calor de lo que aún los mantenía en pie: el uno al otro. Sintió el aliento de Kael, el latido acelerado de su corazón, y por un momento, el mundo pareció detenerse.
—No quiero perderte a ti también —murmuró Litchy
Kael acarició su mejilla húmeda. —No me perderás. No mientras me quede un aliento.
Lichty cerró los ojos, dejando que ese instante los envolviera. Era un juramento silencioso, un vínculo sellado entre el dolor y la esperanza.
Detrás de ellos, Loren los observó en respetuoso silencio; dio un paso al frente y, con la mirada fija en el horizonte que se desplegaba más allá del valle, habló: —Por ella, por Vania... juro que los llevaré hasta el final. Ni sombra, ni magia oscura, ni bestia de este mundo impedirá que cumplamos el camino, soy el guardián que ella quiso para ti, Lichty.
Lichty lo miró y asintió, conmovida por la lealtad del hombre que alguna vez fue un extraño y ahora era hermano de causa.
Entonces Kael se incorporó, y tomando la mano de Lichty entre las suyas, alzó el rostro hacia el cielo gris.
—Aquí y ahora —declaró con voz firme—. Por la memoria de Vania. Por el amor que ha nacido entre estas sombras. Por la luz que aún nos queda... juro ser tu guardián, Lichty. Con mi vida, con mi sangre. Mientras respire, mientras mi corazón lata, seré tu escudo.
El viento se alzó como para sellar el juramento, y el sol comenzó a asomar entre las nubes, tiñendo de oro las montañas lejanas.
El mundo pareció enmudecer. Y en ese silencio, Lichty creyó oír la voz de Vania, suave como un eco:
“Vive, pequeña. Vive por las dos.”
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Se incorporó, apretando la mano de Kael.
—Prometo que no será en vano —dijo Lichty, su voz ya templada por el amor, el dolor y la fuerza del juramento—. Lucharemos. Y venceremos.
Kael tomó su otra mano, entrelazando los dedos, y juntos miraron el sendero que descendía hacia el valle. Loren, a su lado, desenvainó su espada y la alzó hacia el sol naciente en señal de juramento.
Así, los tres comenzaron a andar, llevando en el pecho la memoria de Vania, el amor sellado en palabras y gestos, y la promesa de un destino que aún debían conquistar.