Días habían pasado desde que dejaron atrás el cruce imposible. El bosque parecía no tener fin, un mar de troncos antiguos y sombras que se estiraban con el sol. El cansancio se había vuelto un peso más difícil de llevar que la tristeza. El alimento escaseaba, y el frío de la noche calaba hasta los huesos.
Pero al séptimo día, cuando el sol comenzaba a ocultarse y el cielo se teñía de ámbar, lo vieron. A través de un claro, surgió un conjunto de casas pequeñas, de techos torcidos y paredes adornadas con símbolos extraños. Un humo dulce se alzaba de las chimeneas, y las luces de faroles de aceite parpadeaban como luciérnagas.
El pueblo vibraba de vida. Ni un solo rincón parecía tocado por la sombra de la princesa maldita. Los niños corrían descalzos, riendo y persiguiendo a perros flacos pero felices. Las mujeres tejían en los portales, los dedos ágiles mientras contaban historias en voz alta. Los hombres regresaban de los campos, cargando canastas de frutos dorados y raíces frescas.
Un anciano los recibió en el límite del pueblo. Tenía los ojos velados por una neblina lechosa, pero su voz era cálida.
—Forasteros, cansados vienen y cansados no deben partir. Este lugar les ofrece techo... y verdades, si se atreven a oírlas.
Las calles eran de tierra batida, pero limpias y adornadas con flores silvestres. Cada casa tenía un símbolo diferente en la puerta: un sol, una luna, un pez, un árbol. Loren lo notó y murmuró: —Cada casa guarda una verdad distinta. Que interesante dijo con voz baja
Aquí no había temor al paso de extraños. La gente los saludaba con sonrisas sinceras, con miradas que no pesaban. Alguien les tendió una taza de infusión caliente sin pedir nada a cambio.
Una niña se acercó a Lichty y le ofreció una flor blanca, diciendo: —Para que tu corazón no olvide la belleza.
Lichty, Kael y Loren se miraron. Por primera vez en días, un atisbo de alivio cruzó sus rostros. Ver rostros vivos, humanos, después de tanto tiempo rodeados de sombras y muerte, era casi un milagro.
El anciano, de barba blanca y ojos serenos, les hizo una seña para que lo siguieran. Los condujo hasta una casa sencilla, construida con madera aromática que crujía suavemente bajo sus pasos. Un fuego los esperaba encendido, como si supiera que llegarían.
—Entren, muchachos —dijo con voz cálida—. Aquí encontrarán calor y comida. Para ustedes, pareja valiente, esta casa será refugio por esta noche. Y tú, noble anciano —añadió, dirigiéndose a Loren con una leve reverencia—, ven conmigo. En aquella choza te darán cobijo y pan caliente. Aquí nadie duerme solo.
—Descansen, viajeros. Las verdades pueden esperar al alba.
Esa noche, el pueblo dormía bajo un cielo despejado, sin nubes ni amenazas. La casa los envolvía en un silencio cálido, como si el mundo, por fin, les concediera un respiro. Tras tanto dolor y huida, Kael y Lichty se encontraron frente a frente, sin palabras al principio. Solo se miraron: dos almas heridas que, por un instante, podían dejar de luchar.
Kael alzó la mano y, con una ternura casi reverente, apartó un mechón rebelde del rostro de Lichty. Ella cerró los ojos al sentir el roce, como si ese gesto bastara para sostenerla.
—¿Estás bien? —susurró él, aunque sabía que la respuesta no importaba tanto como el hecho de estar ahí.
—No —respondió ella, con una sonrisa rota—. Pero contigo... duele menos.
Kael la miró con una mezcla de asombro y devoción. Entonces fue ella quien dio el primer paso. Sus labios buscaron los de él con una dulzura temblorosa, como si temiera romper el momento. Pero al encontrarlos, el beso se volvió más profundo, más cierto, como si en él pudieran decir todo lo que las palabras no alcanzaban.
—No quiero perderte también —murmuró Lichty contra sus labios.
—No lo harás —respondió Kael, abrazándola con fuerza—. No mientras me quede aliento.
Las capas del dolor, la culpa y el miedo se fueron deshaciendo entre caricias y susurros. La noche los envolvió, y en su lecho compartido no hubo más sombras, solo la luz de dos cuerpos que se encontraban para sanar. Por unas horas, el mundo dejó de pesar.
El fuego crepitaba, y la casa era testigo de ese amor nacido entre la pérdida y la promesa.
Cuando la aurora comenzó a asomarse, Kael la estrechó contra su pecho, y Lichty, en un susurro, le confesó: —Nunca más querré caminar sola.
Y Kael, besando su frente, respondió: —Nunca más lo harás.
Así, mientras el pueblo de las mil verdades despertaba, ellos sellaban la suya: un amor que ya nada podría borrar.
Mientras afuera el pueblo dormía bajo un cielo de estrellas limpias, Lichty supo que allí, por un instante, eran libres.
Al alba, cuando los gallos cantaron y el primer sol tiñó de oro los techos, el pueblo se llenó de colores: los mercados se abrieron con frutas, panes y telas tejidas en tonos vivos. Los niños correteaban entre los puestos, y los sabios del pueblo se reunían en la plaza para compartir enseñanzas antiguas con quien quisiera escuchar.
Kael, con Lichty de la mano, respiró hondo.
—Mira bien, Lichty —le dijo—. Esto es lo que vale la pena proteger.
Ella asintió con suavidad, apretando su mano con una firmeza que hablaba más que las palabras. Sabía que el camino por delante seguiría siendo arduo, lleno de sombras y tropiezos, pero ahora había vislumbrado un rincón donde la oscuridad no alcanzaba. Ese destello de luz, por pequeño que fuera, bastaba para sostenerlos. Era esperanza, y eso les daba fuerza para seguir caminando.
El amanecer se derramaba sobre el pueblo como una caricia tibia, tiñendo de oro los caminos empedrados y las casitas de techos de teja y paredes encaladas, que aún conservaban el aliento fresco de la madrugada. En el corazón del pueblo, una antigua finca con corredores de madera crujiente y columnas de piedra musgosa albergaba lo que parecía ser un gran almacén, aunque su aspecto rústico y acogedor lo hacía parecer más bien un salón comunal. El techo de paja descansaba sobre gruesos troncos de madera, y los ventanales amplios dejaban entrar la luz como si invitaran al día a quedarse.