Partieron después de un desayuno cálido y reconfortante, preparado con esmero por la esposa de Orelio. Sobre la mesa, pan de centeno recién horneado con mantequilla suave, y un batido de fresas frescas que dejaba en el paladar un dulzor amable, como una despedida en forma de sabor. Afuera, el horizonte se desplegaba amplio y prometedor, bañado por la luz dorada de la mañana. El aire fresco, cargado del aroma de la vegetación abundante que rodeaba el poblado, llenaba sus pulmones como si quisieran llevarse un poco de ese lugar consigo.
La partida fue serena. Los aldeanos los despidieron con palabras sinceras, abrazos largos y miradas que hablaban de gratitud y afecto. No eran simples viajeros para ellos; se habían convertido en parte de algo más grande, aunque fuera por un breve instante.
La estancia en aquel rincón de verdades compartidas les había devuelto el aliento, como si el alma se hubiera sacudido el polvo del camino. Sin embargo, en el fondo, el recuerdo de Vania seguía latiendo como una herida abierta, especialmente para Litchy, que miraba hacia atrás una y otra vez, como si esperara verla aparecer entre los árboles, sonriendo. Loren caminaba a su lado, su paso lento pero firme, su bastón marcando el ritmo sobre el suelo. Su mirada, siempre atenta, parecía leer los signos del mundo.
—Que este desierto nos muestre lo que el corazón aún no se atreve a recordar —dijo el anciano, como quien lanza un deseo al viento.
El paisaje cambió con una lentitud casi imperceptible. Las laderas verdes fueron cediendo paso a una tierra cada vez más árida; el suelo se volvió rojizo, agrietado, y la vegetación se redujo a matorrales dispersos y árboles retorcidos por el viento. Y entonces, como si el mundo se abriera de golpe, apareció ante ellos el Desierto de las memorias. Un mar inmóvil de dunas doradas que ondulaban hasta perderse en el horizonte, salpicadas aquí y allá por piedras antiguas y troncos secos, como restos de un naufragio olvidado por el tiempo.
Kael, más callado de lo habitual, detuvo su paso y contempló el horizonte con el ceño fruncido.
—Nunca había sentido un lugar tan... despierto —murmuró, sin apartar la vista—. Como si nos mirara. Como si supiera quiénes somos.
Loren se detuvo a su lado, con una expresión grave.
—Porque lo hace —respondió, bajando la voz, como si temiera despertar algo—. Este no es un desierto cualquiera. Aquí la memoria del mundo se posa en cada grano de arena. Lo que se dijo, lo que se hizo, lo que se perdió… el desierto lo guarda. Y a veces, lo devuelve.
Litchy, que venía unos pasos detrás, se estremeció.
—¿Y qué pasa si no queremos recordar?
Loren la miró de reojo, con una sombra de tristeza en los ojos.
—Entonces será el desierto quien lo recuerde por ti. Y eso… puede ser aún más difícil.
El viento sopló con un silbido bajo, levantando una nube de arena que les rozó el rostro como una advertencia. El silencio que siguió fue denso, casi reverente. Como si el desierto, efectivamente, los estuviera escuchando.
Litchy caminaba con una mezcla de respeto y asombro, como si cada paso sobre la arena fuera una plegaria silenciosa. El suelo crujía bajo sus pies, pero no sonaba solo a arena: era un eco profundo, como si pisara sobre memorias enterradas. A cada paso, creía oír susurros que se deslizaban entre las dunas: voces antiguas, nombres olvidados, fragmentos de canciones que el viento había roto y esparcido como polvo.
El calor era implacable, el sol caía como un peso sobre sus espaldas, pero ninguno se quejaba. Había algo sagrado en aquella vastedad que les imponía silencio. El desierto no era solo un lugar: era una presencia. Y ellos, apenas visitantes.
Mientras avanzaban, el paisaje cambió sutilmente. A lo lejos, emergía una pequeña elevación: una formación rocosa que se alzaba como un altar natural. Su cima era lisa, como si el tiempo la hubiera pulido con cuidado, y en su superficie se dibujaban inscripciones desvaídas, casi borradas por los siglos.
Kael fue el primero en hablar, con voz baja, como si temiera romper el hechizo del lugar.
—¿Qué es esto… un santuario?
Loren se acercó, pasando la mano por una de las marcas en la piedra.
—No lo sé con certeza —respondió—. Pero parece un lugar donde alguien quiso dejar constancia. Como si aquí se hubiera dicho algo que no debía olvidarse.
Litchy se inclinó, tocando la roca con la yema de los dedos.
—¿Y si aún está aquí… esperando que lo escuchemos?
El viento sopló entonces, levantando una nube de arena que giró a su alrededor como una danza breve. Y por un instante, todos guardaron silencio, como si el desierto les respondiera.
Loren se inclinó, apoyando ambas manos sobre el bastón.
—Aquí alguien esperó. Aquí alguien prometió. Aquí alguien lloró.
Kael pasó los dedos por las marcas.
—¿Y cómo se oye al desierto?
—Escuchando sin buscar respuesta —dijo Loren—. Porque el desierto no responde a preguntas. Él solo recuerda.
Al caer la noche, encendieron un fuego pequeño junto al altar de piedra. Las llamas danzaban con suavidad, proyectando sombras largas sobre la arena ondulada. El viento, aún tibio, se deslizaba entre ellos como un susurro antiguo, trayendo consigo un murmullo que parecía brotar de la misma tierra.
Litchy cerró los ojos. El crepitar del fuego se mezclaba con aquel murmullo, y por un instante, creyó oír la voz de Vania. No como un recuerdo, sino como una presencia viva, cercana. O tal vez no era solo ella, sino el eco de muchas madres, muchas mujeres que, como Vania, habían dado todo por proteger a los suyos. Voces que el desierto no había olvidado.
Entonces, sin previo aviso, el silencio se volvió más denso. El aire pareció detenerse. Y el desierto comenzó a hablar… no con palabras, sino en sueños.
Esa noche, mientras el fuego se consumía en brasas y el cielo se llenaba de estrellas inmóviles, Litchy cayó en un sueño profundo, como si el desierto mismo la hubiera llamado a cerrar los ojos.