La doncella liberada

Capítulo 30: La última biblioteca

Los primeros rayos del sol surgieron tímidos en el horizonte, encendiendo de oro el borde de las dunas. Su luz cayó sobre los viajeros, cálida y serena, como la caricia de un día nuevo. Aquel brillo, al tocar la arena, dibujaba un sendero sutil entre las ondulaciones infinitas del desierto, como si el propio sol quisiera mostrarles el camino.

Lichty, Kael y Loren avanzaron guiados por esa luz. El calor comenzaba a alzarse, pero el ánimo de los tres era firme, sostenido por los sueños de la noche y por la certeza de que el desierto, lejos de perderlos, los estaba llevando hacia un destino que aún no comprendían del todo.

Conforme avanzaban, el paisaje comenzó a cambiar. Entre las dunas surgieron vetas de vegetación: hierbas tenaces que se aferraban a la vida, pequeños arbustos, y flores diminutas de un violeta profundo que se abrían al sol como si celebraran su paso.

—La vida persiste —murmuró Loren, con una reverencia casi imperceptible.

Horas después, el sol estaba alto cuando el desierto les reveló un secreto más: en un valle entre las dunas, las ruinas de un antiguo poblado se alzaban como los huesos de un gigante caído. Muros derruidos, arcos rotos, columnas partidas… y, en el centro de todo, lo que quedaba de una gran edificación cuyas paredes aún desafiaban al tiempo: la última biblioteca.

Se acercaron en silencio, como quien pisa suelo sagrado. La estructura estaba vencida por los siglos, pero el espíritu del saber que la había habitado parecía seguir allí.

—¿Qué pueblo fue este? —preguntó Kael en voz baja.

—Uno que amó los libros más que las armas —respondió Loren—. Y por eso quizá cayó. O quizá aún vive en estas piedras.

Entraron por un arco medio colapsado. Dentro, el aire estaba frío, como si las sombras de todos los que alguna vez leyeron en ese lugar aún susurraran entre los estantes caídos. Fragmentos de pergaminos y hojas rotas crujían bajo sus pasos.

Y entonces, lo vieron: en un pedestal que milagrosamente seguía en pie, bajo un rayo de luz que se colaba por el techo abierto, yacía un solo libro. Sus tapas eran negras, marcadas con símbolos apenas visibles, y una cerradura rota colgaba de su lomo.

Loren fue el primero en acercarse al pedestal. La luz que caía sobre el libro parecía invitarlo, como si el tiempo mismo hubiera estado esperando ese momento. Sus dedos, temblorosos, rozaron la tapa marcada con símbolos antiguos, y al abrirlo, un soplo de aire fresco salió de entre las páginas, como un suspiro largo que el libro había guardado durante siglos.

Los signos en el interior se encendieron suavemente, y ante sus ojos apareció la escritura que en Arembó había quedado incompleta. Ahora, el desierto le ofrecía la continuación que durante años había buscado en sueños y remordimientos.

Loren leyó en voz baja, y sus palabras resonaron como un eco en la biblioteca derruida. Era una profecía velada que el tiempo no había podido borrar:

“De la marca nacida, la niña huirá,
del filo del ritual, del canto que la llama.
Sobre sus pasos caerá el peso de los mundos,
y en su vientre dormirá la semilla del alba.

Un varón surgirá de su sombra y su luz,
un hijo que no teme al eco del pasado.
Su voz será el canto nuevo,
la melodía que rompa las cadenas del viejo canto.

La doncella llevará en sus manos el fuego quieto,
y en su mirada el espejo sin nombre.

El guardián de noble sentimiento la seguirá,
con el amor por escudo y la verdad por espada.
En la sombra y la luz, en la pérdida y el hallazgo,
él será el muro que el miedo no atraviese.

Cuando el cielo sangre estrellas y la tierra tiemble bajo el canto nuevo,
el tiempo nacerá de nuevo, sin las máscaras de antes.

Loren cerró el libro con una lentitud reverente, como si al hacerlo sellara algo sagrado. Sus dedos temblaban ligeramente sobre la tapa gastada, y sus ojos, humedecidos por una emoción contenida, se alzaron hacia Litchy. Durante un instante, el silencio fue absoluto, como si incluso el viento esperara sus palabras.

—Ahora lo sé —dijo al fin, con voz grave pero serena, cargada de certeza—. Lo que apenas vislumbré en Arembó era solo un fragmento. Esto… esto es el todo. Tú no solo huyes, niña. Tú llevas en ti el comienzo de un mundo nuevo.

Litchy sintió que el aire se volvía más denso a su alrededor. Las palabras de Loren no eran solo revelación: eran destino. Y pesaban.

Kael se acercó, con el ceño fruncido, mirando primero el libro, luego a Litchy, como si la viera por primera vez.
—Y yo… —dijo con voz baja, casi incrédulo— soy el guardián de ese canto. No solo tu compañero. Tu escudo.

Entonces, sin decir más, se inclinó y depositó un beso casto en la mejilla de Litchy, como si con ese gesto sellara con hechos el propósito que acababa de pronunciar.

Litchy apretó los puños, no por miedo, sino por la fuerza que crecía en su interior. El peso de las palabras se transformaba en fuego. Por primera vez, todo tenía sentido: la pérdida, el viaje, las señales. Todo la había traído hasta aquí.

El viento sopló entre las ruinas, levantando polvo y hojas secas, como si la propia tierra reconociera lo que había sido dicho. El eco de la profecía se extendió más allá de ellos, tocando las piedras, los muros caídos, el cielo.

Y así, en la última biblioteca, donde el conocimiento dormía entre escombros y ecos, el pasado, el presente y el futuro se entrelazaron en un solo hilo. El viaje, hasta entonces incierto, cobró un propósito más grande que cualquiera de ellos había imaginado.



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En el texto hay: tradicion, aventura epica, magia

Editado: 03.07.2025

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