La noche se derramó sobre el desierto como un manto de terciopelo negro salpicado de luces. Las estrellas brillaban con tal intensidad que parecía que rozaban la tierra, como si el cielo entero se inclinara para observar el paso de los tres viajeros.
Lichty iba al frente, guiada no por un sendero visible, sino por el eco de una profecía que ahora latía en su sangre. Cada paso era más liviano, pero también más cargado de sentido. El libro hallado en la última biblioteca descansaba en las manos de Loren, aunque las palabras que contenía ardían ya dentro de ella como brasas vivas.
Entonces el viento cambió. Trajo consigo un murmullo lejano, un canto antiguo que no brotaba de garganta alguna, sino de las propias estrellas. Y en ese instante, el cielo —vasto, infinito— pareció derramarse sobre ella.
Kael lo vio primero: un resplandor sutil comenzó a envolver a Lichty, como un velo tejido con la luz de las constelaciones. Luego, ante sus ojos asombrados, pequeñas gotas de luz comenzaron a desprenderse de la piel de la joven: eran como diminutas estrellas líquidas que caían al suelo, apagándose con un destello suave.
—Lichty… —susurró Kael, incapaz de moverse.
Lichty cerró los ojos. No sentía dolor. Lo que sentía era… liberación. Como si algo que había estado contenido desde su nacimiento —desde el primer canto no entonado— por fin se abriera paso.
Loren cayó de rodillas, comprendiendo el milagro ante el que se hallaban.
—Está despertando… la sangre del canto nuevo… la magia de la semilla que fue prometida.
Las estrellas parecían responder al fenómeno con una conciencia antigua y silenciosa. Su luz, normalmente distante y titilante, comenzó a intensificarse hasta convertirse en haces vibrantes que atravesaban la atmósfera como si buscaran tocar la tierra. Por un instante suspendido en el tiempo, el desierto entero quedó sumido en un fulgor blanco y puro, como si el mundo hubiera sido cubierto por un manto de eternidad.
El aire, denso y expectante, se impregnó de un aroma imposible de describir con palabras humanas. Era una mezcla de polvo ancestral, como el que reposa en templos olvidados, con la fragancia sutil de la flor de los vientos, esa que solo florece bajo condiciones extremas. Pero había algo más… un perfume etéreo, ajeno a este mundo, que evocaba memorias que nadie recordaba haber vivido. Un olor que parecía hablarle directamente al alma, despertando emociones dormidas y preguntas sin respuesta.
Lichty abrió los ojos. En sus pupilas no solo brillaba la luz: danzaban reflejos de constelaciones jamás cartografiadas, como si el universo mismo hubiera dejado su firma en su mirada. Era como si, por un instante, los cielos hubieran vertido su memoria en él, grabando en su alma la geometría secreta de lo eterno.
—Ahora lo entiendo —dijo, su voz firme, pero cargada de un asombro reverente, como quien ha escuchado una verdad demasiado grande para contenerla—. No somos nosotros quienes buscamos el canto nuevo. Es el canto el que nos busca a nosotros.
El resplandor que había envuelto el desierto comenzó a menguar lentamente, como una marea de luz que se retira con pesar. Las gotas luminosas que flotaban en el aire descendieron una a una, extinguiéndose al tocar la arena, como si nunca hubieran estado allí. El cielo, antes encendido, recuperó su calma estelar, y el silencio volvió a reinar.
Pero en Lichty algo había cambiado de forma irreversible. El poder que antes dormía en su interior ya no era una promesa latente, sino una llama viva, palpitante, que ardía con propósito. No era fuego común, sino una energía antigua, consciente, que aguardaba el momento exacto en que el canto nuevo volviera a resonar en el mundo.
Kael se acercó en silencio, como si temiera perturbar la sacralidad del instante. Tomó la mano de Lichty con una reverencia profunda, no solo con respeto, sino con un amor que trascendía lo personal: era un inmenso amor por ella y por la luz que ahora ardía en su interior.
—Y estaré a tu lado para proteger esta luz, por cuanto el tiempo me lo permita —dijo, su voz templada por la promesa y la ternura.
Entonces, Loren bajó la cabeza. Cerró los ojos y colocó una mano sobre su pecho, como si quisiera contener la emoción que lo desbordaba. Murmuró palabras antiguas, apenas audibles, dirigidas a los que vinieron antes, a las fuerzas invisibles que tejían el destino.
—Me siento honrado… profundamente agradecido con el Universo —susurró, con la voz quebrada por la emoción contenida—. Por permitirme ser testigo de este milagro, de esta revelación. Si me es permitido, deseo ser su tutor, su guía, su guardián en el camino que se abre. Porque hoy, el Universo ha dado un paso más hacia el amanecer del ritual nuevo.
Las últimas gotas de luz descendieron con lentitud, como si se resistieran a abandonar el mundo. Al tocar la arena, se deshicieron en destellos que se desvanecieron sin dejar rastro. Por un instante, el silencio fue absoluto, tan puro que parecía contener todas las respuestas.
Entonces, el aire vibró. Al principio fue apenas un susurro, como el eco de una cuerda invisible tensada por manos celestiales. Y luego, sobre el horizonte —allí donde el desierto se funde con el cielo— surgió un resplandor inesperado.
Una aurora de fuego y plata se alzó como un río de luz danzante. Las ondas luminosas se extendieron de un extremo al otro del firmamento, moviéndose con la gracia de un canto hecho color. Rojo profundo, verde jade, azul noche, oro viejo… Las luces se entrelazaban en formas que evocaban alas, árboles, mares, constelaciones olvidadas. Era como si el mundo, por un instante, recordara lo que había sido… y lo que aún podía llegar a ser.
Kael y Loren alzaron la vista, sobrecogidos.
—Nunca... había visto algo así —murmuró Kael.
—Porque esto no es de este tiempo —dijo Loren, con voz temblorosa—. Esto es el eco del primer mundo, el reflejo del canto antes de que se cantara. El desierto saluda lo que acaba de nacer en ella.