Con el nuevo canto latiendo en su piel y la revelación aún fresca en el alma de Lichty, Kael y Loren; emprenden camino hacia la gran ciudad. No era una marcha de huida ni de duda: era un avance firme, como si cada paso resonara con el eco de un destino que ya había comenzado a cumplirse.
Kael y Lichty caminaban más unidos que nunca. Entre ellos no hacían falta palabras: sus miradas hablaban de confianza, de amor, de una promesa silenciosa de protección mutua. El vínculo que los unía se había templado en la luz del canto nuevo, y ahora brillaba con una fuerza que ni la oscuridad más antigua podía quebrar.
Loren, siempre un paso detrás, los observaba con una mezcla de orgullo y respeto. Sabía que el momento se acercaba. Que la confrontación con Aleur no sería solo un choque de poderes, sino de voluntades, de visiones del mundo. Y sin embargo, no había miedo en sus corazones. La última revelación les había dado algo más que poder: les había dado certeza.
Lichty no temía. En su interior, la llama que antes dormía ahora ardía con propósito. No era venganza lo que la movía, sino justicia. Deseaba poner fin a la ruina, a la vileza, al veneno que Aleur había esparcido por los alrededores. Y lo haría. No por gloria, sino porque sabía que debía hacerse.
El paisaje comenzó a cambiar. Fracturas de luz y sombra se abrían sobre la tierra como cicatrices ardientes, como si el mundo mismo se preparara para el choque final. El aire olía a metal y ceniza, a magia antigua y corrompida. Era un olor que hablaba de guerras olvidadas, de pactos rotos, de poder malgastado.
La gran ciudad, antaño joya del reino, se revelaba ahora como un espectro de lo que fue. Las altas torres grises emergían entre la bruma como columnas de un templo olvidado, erosionadas por el tiempo y la corrupción. Alguna vez, sus calles habían sido ríos de comercio y cultura, donde caravanas de todos los rincones del mundo traían especias, saberes y canciones. Las plazas resonaban con risas, los mercados con voces vivas, y los templos con plegarias de esperanza.
Pero todo eso había muerto. La ambición desmedida de Aleur lo había consumido todo. La ciudad, otrora hermosa, temblaba ahora bajo el peso de su propia decadencia. Las calles, invisibles desde la distancia, parecían respirar un aire viciado, cargado de ceniza, miedo y olvido. Los muros, ennegrecidos por el humo de fuegos perpetuos, susurraban secretos rotos: nombres olvidados, traiciones selladas, súplicas que jamás fueron escuchadas.
No quedaba gente libre. Los que no habían huido o muerto, vivían ahora como sombras: esclavos encadenados a la voluntad de la Reina Maldita, retenidos en sótanos húmedos o encerrados tras barrotes de magia oscura por atreverse a resistir. Los niños ya no jugaban en las calles; los ancianos ya no contaban historias. Solo quedaba el silencio… y el eco de un pasado glorioso que se deshacía como polvo entre los dedos.
En cada paso se percibía la muerte y la ruina. Las piedras del camino parecían gemir bajo el peso de los años y del dolor. Cada torre se inclinaba apenas, como si presintiera la llegada de algo inevitable, como si temiera el juicio que se aproximaba. Y en lo profundo de sus cimientos, la ciudad misma parecía contener la respiración, sabiendo que el final —o el renacer— estaba cerca.
Y bajo sus cimientos, dos fuerzas avanzaban inexorables, destinadas a encontrarse. Una nacida de la ambición y la oscuridad más profunda; la otra, forjada en la luz del canto nuevo, en la unión de corazones valientes y en la certeza de que el mundo aún podía ser salvado.
Aleur emergió entre los pilares caídos como un espectro tallado en mármol oscuro, una sombra viva que parecía arrastrar consigo el peso de siglos, aunque apenas tenía veinticinco años, la misma edad que ahora tenia Litchy.
Su silueta cadaverica flotaba más que caminaba, envuelta en un vestido que alguna vez fue claro y majestuoso, pero que ahora se había transformado en una segunda piel negra, roída, desgarrada por el tiempo y la corrupción. El tejido se deslizaba como humo espeso, reptando por el suelo, dejando tras de sí un rastro de ceniza.
Su piel, antes tersa, era ahora hosca, cuarteada, cubierta de escamas finas como si de reptil de colores negro y grises; su rostro demacrado, con ojeras profundas y sus pómulos sobresalían como si la carne hubiera sido devorada desde dentro. De su juventud no quedaba nada; se había desvanecido en ella, consumida por su ambición desmedida. Sobre sus sienes flotaba la corona de su padre, una reliquia de poder que ya no brillaba. Tallada en hierro antiguo y adornada de esmeraldas y rubies, la corona no tocaba su cabeza: levitaba apenas unos centímetros por encima, como si incluso el símbolo del poder temiera mancharse con su piel. Su cabello, largo y escaso, caía en mechones grises y sin brillo, como hilos de telaraña abandonada.
Aleur era la imagen viva de lo que el poder sin alma podía hacer. Una reina sin reino, una hechicera sin compasión, una mujer que había cambiado su humanidad por un trono de sombras.
—Llegaste tarde, pequeña llama —susurró Aleur, su voz hecha de siglos de hambre, de ecos de almas consumidas—. Podías haber sido mi heredera. Podías haber sido inmortal.
Lichty no respondió de inmediato. Dio un paso al frente, y el aire pareció inclinarse ante ella. La aurora que la había acompañado desde su despertar no se apagaba: danzaba a su alrededor como un velo de fuego sagrado. Cada paso que daba dejaba un trazo dorado sobre el suelo ennegrecido, y por un instante, la tierra florecía bajo sus pies antes de volver al silencio.
Su cabello ya no era cabello: era hilo de estrellas. Caía sobre sus hombros como una constelación viva, y sus ojos… sus ojos eran umbrales. No miraban: revelaban. Mostraban lo eterno sin corromperlo, lo infinito sin temor.
Detrás de ella, Kael y Loren permanecían en silencio. Kael, con el corazón latiendo al ritmo de la luz que amaba, no apartaba la vista de Lichty. Su mano descansaba sobre la empuñadura de su arma, no por miedo, sino por lealtad. Loren, más sabio, más viejo en espíritu, observaba con la certeza de que estaba presenciando el cruce de dos eras: el fin de una oscuridad y el nacimiento de algo que aún no tenía nombre.