El tambor del templo mayor, que por siglos solo había retumbado para anunciar la guerra o la muerte, sonó aquella mañana con un ritmo nuevo. No era un toque de alarma ni de sentencia. Era un canto. Un latido. Una promesa.
Los artesanos lo habían restaurado con hilos dorados traídos del norte y pieles bordadas con símbolos de renacimiento. Aquel tambor, que había callado durante el reinado de Aleur, volvía a hablar. Y esta vez, hablaba de amor.
La ciudad entera se vistió de fiesta. No quedaban muros grises ni capas negras. Las mujeres colgaron cintas de colores desde los balcones hasta las farolas, como ríos de alegría suspendidos en el aire. Los niños corrían con flores silvestres en las manos, y hasta las fuentes, que habían estado secas por décadas, brotaban ahora con agua perfumada de jazmín y menta.
Porque no era una boda cualquiera.
Era la unión de dos seres que, con luz y sacrificio, habían desenterrado la esperanza. El pueblo los había nombrado Duques del Renacimiento, pero para ellos eran simplemente Lichty y Kael: la llama y el guardián.
Lichty descendió por la escalinata del templo vestida con un manto de seda blanca que parecía tejido con la luz del alba. El vestido, bordado a mano por las tejedoras de la gran ciudad; llevaba hilos de plata que formaban runas antiguas de amor, y en el dobladillo danzaban pequeñas hojas doradas que se movían con el viento como si respiraran. Su cabello, suelto y brillante como un río de estrellas, estaba adornado con una corona de flores vivas que cambiaban de color con la luz del sol.
Kael la esperaba al pie de la escalinata, vestido con una túnica azul profundo, como el cielo antes del amanecer. Sobre sus hombros llevaba una capa corta de lino oscuro, sujeta con un broche en forma de llama, símbolo del vínculo que lo unía a Lichty. Su espada, ya sin filo, colgaba a su costado como un recuerdo de lo que fue, no como una amenaza.
Cuando sus manos se encontraron, el tambor volvió a sonar. Esta vez más suave, más íntimo. Como si el templo mismo bendijera la unión.
Y así, entre pétalos, cantos y lágrimas de alegría, la ciudad celebró no solo una boda, sino el renacer de su alma.
El rey Arsol se alzó con la dignidad de un linaje restaurado. Sus vestiduras, tejidas por los artesanos de la ciudad liberada, eran de un azul profundo con bordados dorados que representaban ramas de olivo entrelazadas con estrellas: símbolos de paz y renacimiento. Sobre su pecho, una banda de terciopelo carmesí llevaba el emblema de la casa real, ahora renovado con un nuevo sello: una llama abrazando un brote, en honor a Lichty y Kael.
Su corona, forjada en oro puro, descansaba con firmeza sobre su cabeza. Estaba incrustada con zafiros y rubíes que capturaban la luz del sol como si ardieran desde dentro. No era una corona de conquista, sino de restauración. En su mano sostenía un cetro de madera ancestral, tallado con símbolos antiguos y rematado con una piedra de luna, símbolo del equilibrio entre lo viejo y lo nuevo.
A su lado, sentada en un trono menor, estaba Suari, su hija. Vestía una túnica de lino blanco con bordes de hilo plateado, y sobre sus hombros caía un manto de pétalos secos cosidos uno a uno, recolectados de los jardines que habían vuelto a florecer tras la caída de Aleur. Su cabello, recogido en una trenza coronada con pequeñas perlas de río, brillaba con la luz del amanecer. En su mirada había serenidad, pero también fuerza: la de una mujer que había sobrevivido al encierro y ahora era testigo del renacer de su pueblo.
El rey alzó el cetro y habló con voz firme, clara como el tambor que aún resonaba en la plaza:
—Ante la historia, ante el pueblo, y ante los que aún no han nacido, los declaro uno solo. Que sus pasos iluminen los caminos por venir, y que su amor sea escudo y semilla.
Y en ese instante, el silencio fue absoluto. No por temor, sino por reverencia. Porque todos sabían que no estaban presenciando solo una unión, sino el inicio de una nueva era y despues de aquella reverencia general un niño empezo a aplaudir y con ello la plaza entera le siguio con los aplausos, en vítores y lágrimas de felicidad, pero sobre todo de libertad. Suari arrojó al aire pétalos de lunares, y Loren alzó su libro de archivos, inscribiendo en él las palabras que habrían de recordarse por generaciones:
"El día en que el amor venció al miedo."
La fiesta duró tres días.
Vinieron cantores de los pueblos cercanos, enviados de aldeas que ya habían oído las nuevas.
Durante la última noche, cuando el cielo estaba cubierto de estrellas y la ciudad entera danzaba bajo la luz de los faroles, Lichty y Kael se alejaron en silencio de la multitud. Subieron juntos a una de las torres restauradas, aquella que alguna vez fue prisión de sabios y ahora era faro de esperanza. Desde allí, el mundo parecía nuevo.
A sus pies, la ciudad respiraba. Los tejados brillaban con luces cálidas, los puentes recién reparados unían barrios antes divididos, los niños jugaban sin miedo, y cientos de velas flotaban en los canales como oraciones encendidas.
—Es hermoso —susurró Kael, con la voz cargada de asombro.
—Y real —respondió Lichty, tomando su mano con ternura—. Pero nuestro lugar está más allá.
—¿Estás lista?
—Siempre lo estuve. Solo que ahora… tengo con quién volver.
Al amanecer, se despidieron del nuevo rey. Arsol los abrazó con fuerza, y en sus ojos se mezclaban la gratitud, el respeto y la promesa silenciosa de proteger lo que había renacido.
—Esta ciudad vivirá para contar tu historia —dijo, con voz firme—. Pero si algún día la oscuridad vuelve… te juro que no la enfrentaremos solos.
Lichty sonrió. Besó su frente como una hija que reconoce el esfuerzo de un padre tardío, y con ese gesto selló un pacto más profundo que cualquier juramento.
Luego, sin ceremonia, sin escoltas, cruzaron las puertas de la ciudad. Rumbo al sur. Rumbo a Arembó.