La doncella liberada

Capítulo 35: El juicio de los ancianos

El camino a Arembó no fue el mismo que habían recorrido al huir. Esta vez no había sombras persiguiéndolos, ni pasos apresurados entre la maleza. Ahora viajaban con el sol a favor, sobre caballos blancos como el alba, regalo de bodas del rey Arsol, con crines trenzadas por las niñas del palacio y campanillas de cobre que tintineaban con cada trote.

Vestían ropajes sencillos, pero de telas nobles. Lichty llevaba una túnica de lino marfil con bordados de hojas doradas en los puños y el cuello, símbolo de la vida que florece tras la tormenta. Kael, a su lado, vestía una capa corta de azul profundo, con el emblema del renacimiento bordado en hilo plateado sobre el pecho: una llama abrazando un brote. Detrás de ellos ondeaba el estandarte de los Duques del Renacimiento, no como símbolo de poder, sino como testimonio de una verdad que había vencido al silencio.

A su paso, los pueblos despertaban. En Tarnel, los ancianos salieron con bastones tallados para bendecir el camino. En Vireya, los niños les arrojaron pétalos de amapola desde los tejados. En Lunara, las mujeres tejieron guirnaldas de lavanda y las colgaron en los arcos de piedra. En Noral, los músicos tocaron flautas de caña y tambores de cuero, improvisando coplas que hablaban de libertad, de luz, de dos nombres que ya eran leyenda.

Algunos lloraban al verlos. Otros les cantaban, otros simplemente se arrodillaban con la mano en el corazón. Porque no era solo gratitud: era reconocimiento. Era la certeza de que esa parte del mundo podía cambiar.

Pero al cruzar los límites del bosque sagrado, el aire se volvió más denso.

El canto de los pájaros se volvió más bajo, y los árboles, más altos y silenciosos.

Arembó estaba igual… y a la vez no.

La plaza de Arembó seguía intacta. Las casas de barro y guayacán permanecían en su sitio, los tambores colgaban de los árboles centenarios como guardianes dormidos, y el aire olía a tierra húmeda y a hojas viejas. Pero algo había cambiado. El murmullo que flotaba entre la gente ya no era de obediencia ciega, sino de preguntas. Preguntas que, desde la huida de Lichty, los ancianos no habían podido silenciar.

Los caballos se detuvieron frente a la gran casa del consejo. Kael bajó primero, con la mirada alerta, y luego ayudó a Lichty a descender. Sus pasos resonaron sobre la piedra como campanadas en medio del silencio tenso del pueblo reunido. Nadie hablaba. Nadie se movía. Solo observaban.

La gran puerta se abrió.

Allí estaban los ancianos. Los mismos que habían dictado su condena. Los mismos que iban a sacrificarla. Sus rostros, antes duros como piedra, ahora estaban surcados por arrugas más profundas, no del tiempo, sino del peso de sus decisiones. La anciana de los caracoles —la más vieja— alzó la mirada. Había una sombra de temor en sus pupilas.

—¿Por qué vuelves, hija del canto roto? —preguntó, con voz quebrada.

Pero antes de que Lichty pudiera responder, dos figuras emergieron desde el fondo de la sala.

Eran sus padres.

Habían envejecido más de lo que los años podían justificar. Sus ropas eran sencillas, pero limpias, y sus cuerpos llevaban las marcas del castigo impuesto por los ancianos: cicatrices en los brazos, quemaduras antiguas en los hombros, y una rigidez en la espalda que hablaba de años de trabajo forzado. Pero sus ojos… sus ojos eran los mismos. Llenos de amor, de culpa, y de una esperanza que nunca se había extinguido del todo.

La madre de Lichty tembló al verla. Dio un paso, luego otro, y finalmente corrió hacia ella, cayendo de rodillas, abrazándola por la cintura como si temiera que desapareciera de nuevo.

—Perdónanos… —susurró—. Perdónanos por no haber gritado más fuerte. Por no haberte seguido.

El padre se mantuvo de pie, con los puños apretados, luchando contra las lágrimas. Luego se acercó y colocó una mano sobre el hombro de Kael, asintiendo en silencio. No necesitaba palabras. El gesto lo decía todo.

Lichty los abrazó a ambos. No con rencor, sino con la ternura de quien ha comprendido que el amor también puede ser silenciado por el miedo… pero no destruido.

Entonces, volvió su mirada hacia los ancianos. Y su voz, cuando habló, fue clara como el agua que vuelve a correr tras el deshielo:

—No vuelvo por venganza. Vuelvo por verdad. Porque el canto nunca estuvo roto. Solo fue callado. Y hoy… vuelve a sonar.

—Porque el canto ya no está roto. Y ustedes deben responder por lo que hicieron.

Un murmullo recorrió el círculo. Los ancianos se miraron entre sí, como si dudaran por primera vez en décadas.

—No eres más una niña. No estás bajo nuestra tutela.

—No —intervino Kael—. Ella es Lichty, duquesa del renacimiento. Liberadora del norte. Vencedora de Aleur. Y exige justicia.

La palabra cayó como piedra en el agua. Justicia. Nunca se había pronunciado así en la casa del consejo. Antes se decía obediencia, sacrificio, equilibrio. Pero nunca justicia.

—¿Qué derecho tienes a juzgarnos? —preguntó otro de los ancianos, su voz temblorosa.

—El derecho de haber vivido lo que ustedes callaron —respondió Lichty—. El derecho de haber sido marcada para morir por una tradición vacía. El derecho de haber escuchado a la tierra, cuando ustedes sólo escuchaban su miedo.

Entonces, algo inédito ocurrió.

Los tambores de los árboles comenzaron a sonar.

Uno a uno, los ancianos del pueblo —no los del consejo, sino los verdaderos sabios: los curanderos, las hilanderas, los recolectores de cantos, los viejos que nunca habían hablado en público— comenzaron a rodear la plaza.

Una de ellas, ciega pero firme, tomó la palabra:

—La tradición no es la ley. Y la ley sin verdad es tiranía. Ellos deberán responder.

El juicio comenzó sin guillotina, sin exilio, sin castigo de sangre. Fue peor para ellos: tuvieron que hablar. Tuvieron que decir los nombres, contar las decisiones, enfrentar las historias que habían enterrado bajo siglos de silencio. Ya no podían esconderse tras túnicas ni tambores sellados.



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En el texto hay: tradicion, aventura epica, magia

Editado: 03.07.2025

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