Los días transcurrieron en armonía en Arembó. El pueblo, antes marcado por el silencio y la obediencia, ahora respiraba con libertad. Las mañanas eran suaves, con el canto de los pájaros regresando a los árboles sagrados, y las noches se llenaban de historias contadas alrededor del fuego.
Los niños se reunian cerca de un gran arbol para jugar y cantar canticos de alegria y gozo, algunos enseñados por Litchy y otros por viajeros que compartian con el pueblo.
La madre de Lichty no podía estar más alegre. Sus manos, que antes temblaban por el miedo y la culpa, ahora tejían con ilusión pequeñas prendas de lino suave. Iba a ser abuela. Y en sus ojos brillaba una luz que no se había visto desde la infancia de su hija. Cada vez que miraba a Lichty, lo hacía con una mezcla de asombro y ternura, como si aún no pudiera creer que la vida le hubiera devuelto tanto y que tenia con ella a su hija, penso que la habia perdido en la huida y que le habia pasado algo, pero regreso, valiente y hecha mujer.
Lichty, por su parte, se había convertido en un faro para todos. Personas de aldeas cercanas llegaban a su morada buscando alivio, consuelo, o simplemente una palabra. Ella los recibía con alegría. No había juicio en su mirada, solo compasión. Sanaba con las manos, con la voz, con la presencia. A veces bastaba con que tocara una frente o susurrara una canción para que el dolor se disipara.
Y así, entre flores, cantos y esperanza, llegó el amanecer del día catorce.
Pero no fue un amanecer cualquiera.
El cielo estaba despejado, pero el aire tenía un peso distinto. No era miedo. Era espera. Como si la tierra misma contuviera el aliento. Como si algo sagrado estuviera por revelarse.
La brisa en Arembó no trajo augurios ni advertencias, solo el murmullo suave de los guayacanes abriendo flor. El sol no se apresuró a subir, como si supiera que debía dar espacio a la historia que estaba por escribirse.
Lichty, recostada en su cama que miraba al jardin de su hogar; sentía que su cuerpo era parte del mundo: tierra, agua, fuego y cielo. Kael estaba a su lado, tomándole la mano. Nadie habló durante horas. Solo escuchaban el canto del viento y el latido que crecía dentro de ella.
Y cuando el sol tocó el punto exacto donde había caído la primera lágrima de Vania años atrás, la niña nació.
Su llanto no fue débil ni asustado. Fue claro. Firme. Como un canto.
—Nació un catorce… —susurró una de las parteras, con la voz temblando entre el asombro y la antigua superstición.
Pero nadie repitió la frase con horror. Porque la niña tenía los ojos de Lichty… y la calma de quien no hereda miedo.
Al mediodía, se reunió el pueblo.
No por tradición, sino por deseo. No para marcarla, sino para recibirla.
Lichty, aún con la túnica blanca de madre reciente, salió al umbral de su casa con la niña en brazos. Kael la acompañaba, y detrás de ellos, una hilera de ancianos y nuevos sabios que sostenían cantos, instrumentos, ramas de paz.
El tambor mayor sonó tres veces.
Y entonces, el nuevo consejo —formado por voces diversas— pronunció las palabras que borraban siglos de condena:
—El día catorce ya no es el día de la marca. Es el día del nuevo comienzo.
El pueblo estalló en canto. No como rito, sino como celebración.
Lichty levantó a su hija hacia el cielo. La niña abrió los ojos justo cuando una ráfaga de pétalos blancos cayó sobre ellas.
—Su nombre es Naira —anunció Kael—. Significa luz que no puede apagarse.
Esa noche, las estrellas parecieron acercarse.
Los más viejos decían que fue Vania quien las empujó desde el otro lado del velo. Que su canto, silenciado en vida, había cruzado los umbrales del tiempo para abrir el camino. Y en el claro donde alguna vez se cantó en secreto, con miedo y a media voz, ahora se cantaba a viva voz, con niñas y niños corriendo libres, sin marcas en la frente, sin condenas heredadas. Libres. Plenos.
La hija que nació el día prohibido no sería sacrificada. Sería celebrada. Sería guía. Su llanto no fue presagio, sino promesa. Y cuando Lichty la alzó en brazos, el pueblo entero contuvo el aliento, como si el universo mismo reconociera que el umbral había sido cruzado.
Porque la doncella había sido liberada.
Y con ella, todas las que vinieron antes.
Y todas las que vendrían después.
En el templo mayor, se celebró una misa especial en honor a Vania. No hubo incienso ni solemnidad impuesta. Solo cantos suaves, flores blancas, y palabras que hablaban de coraje, de ternura, de resistencia silenciosa. Se encendieron velas en su nombre, y cada llama parecía danzar con el viento, como si ella misma estuviera allí, sonriendo entre los árboles, Litchy sintio alegria y sabia que su tia seguia ahi en algun lugar mirando aquella celebración en su nombre, la madre de Litchy derramo unas cuantas lagrimas, entre triste y alegre por haber cuidado de su hija.
Arembó ya no era el mismo.
Y nunca volvería a serlo.