La doncella liberada

Capítulo 37: Las máscaras enterradas

Tres lunas después del nacimiento de Naira, un carruaje ligero apareció en el viejo sendero que conducía a Arembó. Era de madera pulida, con grabados de hojas y estrellas en sus costados, y ruedas adornadas con cintas azules que danzaban con el viento. Lo guiaba un jinete silencioso, pero en su interior viajaban dos figuras que traían consigo más que regalos.

Suari descendió primero, envuelta en un manto claro que brillaba con reflejos de perla bajo el sol. Su rostro, sereno y luminoso, hablaba de caminos recorridos y heridas sanadas. A su lado, Loren, vestido con una túnica blanca bordada con hilos de oro que formaban constelaciones antiguas, bajó con paso firme, como quien lleva consigo la memoria de muchos.

Kael fue el primero en acercarse. Abrazó a Suari con alegría sincera, y luego a Loren, mientras el pueblo comenzaba a arremolinarse cerca, sabiendo que cualquier noticia de la gran ciudad traía consigo ecos de esperanza.

Dentro de la casa de Lichty, Suari abrió un pequeño baúl de madera de cedro, decorado con símbolos de renacimiento.

—Estos son presentes del rey —dijo con una sonrisa dulce—. Para Naira. Y para ti, hermana y amiga mía.

Los presentes fueron ingresados con cuidado en la morada de Lichty. Una vez que los visitantes se instalaron en el cuarto designado, Lichty apareció en el umbral, con su hija dormida en brazos. Su cabello caía suelto sobre los hombros, y su vestido de lino claro parecía tejido con la luz del amanecer. Sauri la vio extasiada de ver lo hermosa que era.

Se sentaron juntas en el centro de la sala, rodeadas de flores frescas y aromas de miel y lavanda. Con manos suaves, deshicieron los lazos del baúl. Dentro había mantas bordadas con símbolos de protección, pequeños libros de cantos antiguos, y una joya de luna tallada para Naira, que brillaba con un resplandor suave, como si reconociera a quien la recibiría.

Lichty sonrió, y Suari la miró con ternura. No dijeron mucho. No hacía falta. El silencio entre ellas era cálido, lleno de memorias compartidas y futuros entrelazados.

Dentro había:

  • Un manto de ceremonia, tejido con hilos de estrellas secas, para cuando Naira cumpliera un ciclo completo.

  • Una rama tallada en plata con inscripciones del nuevo archivo: símbolo del linaje libre.

  • Y una carta escrita de puño y letra por Arsol, donde decía:
    “Hoy la tierra canta bajo sus pies. Que nunca camine descalza sobre el miedo.”

Lichty acarició el borde del manto con ternura. Luego miró a Suari, y su voz fue suave, pero firme:

—Cuando nací, nadie trajo ofrendas. Solo marcas. Solo temor.

—Lo sé —respondió Suari—. Por eso estoy aquí. No solo como emisaria… sino como testigo.

Se sentaron bajo el guayacán que crecía junto al altar de piedra, con Naira dormida entre ellas. Las hojas caían lentas, como si el árbol escuchara.

—Hay cosas que aún están enterradas en la gente, Lichty —dijo Suari—. Cosas que no se curan solo con decretos ni cantos nuevos. Hace falta un acto. Algo que rompa de raíz.

—¿Quieres que destruyamos el pasado?

—No. Quiero que sepultemos lo que ya no debe guiarnos.

Silencio. Luego, Lichty asintió.

—Entonces enterraremos las máscaras.

La noticia se esparció como semilla al viento.

Para el día de luna menguante, toda Arembó estaba lista. No con temor, sino con un respeto solemne. Los niños tejieron guirnaldas de flores silvestres, los ancianos jóvenes —como ahora les llamaban a los nuevos sabios— prepararon el terreno donde antes se alzaba el altar de sacrificio.

Y Suari, junto a Kael y Loren, cargó la caja donde descansaban las máscaras del antiguo consejo: vacías, frías, y por fin... mudas.

Antes de la ceremonia, Suari buscó a Lichty por última vez en el jardín.

—¿Estás lista? —preguntó.

—Nunca lo estuve —dijo Lichty—. Ni para huir, ni para quedarme. Pero aprendí que no siempre hay que estar lista para hacer lo correcto.

—Tu hija vivirá sin temor —dijo Suari, tocándole el brazo con cariño—. Y cuando te pregunte un día qué fue lo que venciste… ¿qué le dirás?

Lichty la miró, con una sonrisa leve.

—Le diré que vencí el silencio. Que aprendí a cantar, aunque me temblara la voz.

La ceremonia fue simple, pero sagrada. No hubo tronos ni discursos largos, solo verdad compartida y tierra abierta.

Las máscaras del viejo consejo fueron enterradas al ritmo de un tambor restaurado, tocado por una niña y un niño elegidos al azar, como símbolo de un futuro sin jerarquías impuestas. El tambor no marcaba el fin, sino el comienzo. Loren leyó el canto adaptado, una versión nueva del antiguo texto, ahora libre de miedo, lleno de memoria y renacimiento.

Cuando las máscaras tocaron el fondo de la fosa, se sembraron semillas sobre la tierra recién cerrada. No para olvidar, sino para transformar.

—Aquí no se entierra el pasado —dijo Suari, con voz firme y clara—. Aquí se transforma.

Una abuela tomó de la mano a su nieta, nacida también en un día catorce, y la condujo al círculo de flores. La niña, sin temor, arrojó pétalos sobre la tierra. Y en ese gesto, el pueblo rompió en canto. No uno de duelo, sino de celebración. El canto nuevo y de la abuela surcaba una lagrima de gozo y liberación.

Esa noche, ya de regreso en la casa, Lichty se detuvo en el umbral. La luz de las velas danzaba en las paredes, y el aroma de flores secas llenaba el aire. Suari estaba de pie junto a la puerta, lista para partir al amanecer.

Lichty la miró una última vez. No con tristeza, sino con gratitud. Entre ellas no había despedidas, solo caminos que se bifurcaban para volver a encontrarse.

—Gracias por volver —dijo Lichty.

—Gracias por quedarte —respondió Suari.

Y en la cuna, Naira dormía profundamente, como si el mundo, por fin, le ofreciera un silencio lleno de paz.

—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Qué has enterrado hoy?



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En el texto hay: tradicion, aventura epica, magia

Editado: 03.07.2025

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