La doncella que limpiaba los cristales

1

A las cinco de la mañana, una espesa niebla envolvía, como un manto de tul, las casas de Hillside Bell, aún oscuras y silenciosas; excepto, claro está, en las áreas de la servidumbre donde comenzaba a bullir la intensa actividad que demandaba el tener todo organizado para cuando los señores decidieran levantarse. 

En el número veintiséis de Rose's Path la cocinera, Hellen Boyle, intentó ver el cielo a través de la ventana del pasillo que conectaba la cocina con las dependencias de los sirvientes, pero no lo logró. Estaba demasiado oscuro. «Lloverá», pensó con el entrecejo fruncido. Luego miró hacia las escaleras y, levantando un poco la voz, llamó a los rezagados que aún no se habían presentado a desayunar. 

Andrew Grubber, mayordomo de la casa, sentado muy recto frente a su taza de té, alzó una ceja y le solicitó, con gentileza, que dejara de gritar «como un vendedor de cerillos». 

La señora Boyle esbozó una divertida sonrisa mientras volvía su gruesa humanidad hacia la enorme mesa de madera, donde continuó golpeando la masa del pan del día. 

—¡Todo tiene un horario, señor Grubber —protestó—, y habrá de respetarse! ¿Qué pasaría si yo me dedicara una mañana, ¡una sola!, a dormir media hora más? —Golpeó con fuerza la masa contra la tabla. 

El aludido meneó la cabeza con mirada displicente; sabía que la señora Boyle nunca se enojaba demasiado. Mordió una esquina de su tostada y contó los chiquillos que acababan de sentarse. Eran cinco, los mismos madrugadores de siempre: Peter, el lacayo; Lucius, uno de los criados más jóvenes; Emily y Silvie, criadas también; y Dorothy, una de las doncellas, que sonreía con disimulo ante las protestas de la cocinera y a la que esperaban, en el cuarto contiguo, las enaguas y vestidos de su señora para planchar. 

Instantes después, el resto de la servidumbre ocupó su lugar en la mesa, mientras que, los ya desayunados, se aprestaron a comenzar sus tareas. 

—¿Lo ve, señora Boyle? —preguntó el mayordomo en tono condescendiente al ponerse de pie—. Ya estamos todos y apenas han pasado tres minutos de las cinco. Debería ocupar sus cuerdas vocales en otros menesteres algo menos... ruidosos. 

La cocinera abrió sus ojillos con fingida sorpresa. Él no se inmutó. Había entre ellos cierta complicidad, nacida con los años de armónica convivencia y lograda, en mayor parte, gracias a los amables temperamentos de cada uno; alisó su impecable vestimenta asegurándose de que sus puños y cuello permanecieran rígidos, y dio un vistazo a quienes aún desayunaban. 

—En cinco minutos los quiero a todos en sus puestos —indicó con voz grave. Luego bajó los ojos hasta la muchachita que, de pie frente a él, lo escuchaba con atención mientras recogía su largo cabello en lo alto de la cabeza—. Supongo que te las ingeniarás para que eso —Señaló la cinta de dudoso color blanco que colgaba en la boca de la chiquilla— no se vea a simple vista en tu... peinado. 

—No, señor Grubber, la rodearé con mi propio cabello y verá usted qué hermosa me veré —aseguró la chica con una extraña pronunciación, fruto de mantener la cinta apretada entre los dientes. 

—«¡Hermosa!» —masculló el mayordomo. Luego suspiró—. A tu edad se es bonita, Emily; no «hermosa». 

Sintió imperiosos deseos de tocarle la punta de la nariz con el dedo índice, como cuando era pequeña, y regalarle dulces, pero la jovencita ya había cumplido trece años y, seguramente, no agradecería que se la tratase como a una criatura. Decidió entonces marcharse sin más prolegómeno. Tenía muchas cosas que hacer. 

Al llegar al recibidor se encontró con Elinor Woods, el ama de llaves; seria y enjuta mujer de unos cincuenta años, que lo miró de arriba abajo, buscando algún desacierto en su vestimenta. Al no encontrarlo desvió la mirada hacia la ventana que daba al jardín y que mantenía las cortinas echadas. 

—Supongo que la servidumbre ya estará en sus puestos —dijo de modo altanero—. Si esos cristales no se limpian será imposible descorrer las cortinas. 

—Buenos días, señora Woods —saludó él, con irónica cortesía—. Ni bien terminen de desayunar se pondrán cada uno a lo suyo. —El ama de llaves no respondió—. Por otra parte —continuó el mayordomo—, no tardará demasiado en llover, por lo que sería algo inútil ponerse, ahora, a fregar las ventanas, ¿no le parece? Con su permiso, tengo cosas que hacer. 

Se retiró silenciosamente y Elinor Woods volvió a mirar de soslayo, las cortinas echadas. 

Dos figuras delgadas aparecieron en la entrada de la salita. El ama de llaves se giró, con las cejas levantadas; estuvo a punto de decir algo, pero las jovencitas no le dieron tiempo. 

—¡Buenos días, señora Woods! —exclamaron al unísono con una rápida reverencia. Y, sin esperar respuesta, pasaron velozmente por su lado hasta trasponer la puerta que daba al salón, cerrándola luego, con sumo cuidado. 

El ama de llaves suspiró; esperó con paciencia a que todos los sirvientes subieran y, recién entonces, bajó a la cocina. 

Encontró a la señora Boyle metiendo en el horno los panes y a su ayudante, Molly, lavando el servicio. La muchacha la observó por encima del hombro sin dejar de fregar y la saludó en un murmullo. La cocinera, en cambio continuó su trabajo sin prestarle demasiada atención, aunque su gesto evidenciaba el disgusto que le provocaba aquella mujer. 

Elinor Woods entrelazó las manos sobre su falda negra. 

—Molly, ve a ayudar a las niñas con las estufas —ordenó con voz firme. 

—Sí, señora Woods —murmuró la muchacha. Secó sus manos en el delantal, acomodó su cabello dentro de la cofia blanca y salió, presurosa, escaleras arriba. 

Hellen Boyle cerró la tapa del horno, colgó la pala en el gancho y caminó hasta la batea, a terminar de limpiar el servicio. 

El ama de llaves se ubicó detrás suyo. 

—Usted y yo tenemos mucho que aclarar, señora Boyle —dijo en tono desafiante. 




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