Scubs miró con seriedad al sargento Flanagan. Éste guardó su lápiz en el bolsillo del pantalón y pasó las páginas de su libreta mojando el índice con la lengua cada vez.
Estaban en la sala de recepción del servicio, exactamente donde se había cometido el asesinato de la señora Woods. Habían revisado cada rincón de la misma sin hallar nada más que la pequeña marca de sangre en una de las paredes.
—La señora Boyle admite haber discutido con el ama de llaves —relató Flanagan. Se hallaban a pocos pasos de la escalera que descendía a las cocinas y las habitaciones del servicio por lo que hablaban en voz muy baja—. No quiso especificar la razón, adujo que son temas personales que nada han tenido que ver con su muerte. ¿La doncella dijo que la cocinera la la mató?
—No abiertamente —replicó Scubs con las manos metidas en los bolsillos del pantalón—, pero destacó que las oyó discutir en la cocina. Opina que también pudo ser un ladrón que, habiendo intentado entrar a la casa, se encontró con la señora Woods y ésta lo enfrentó. Si tiene que señalar a alguien del servicio, aparte de la señora Boyle, no se le ocurre quién podría tener motivo suficiente como para cometer un crimen tan atroz. —Se llevó una mano a la barbilla y agregó—: Esa muchacha esconde algo, estoy seguro. En cuanto a los temas personales de la señora Boyle, me temo que tendrá que participarnos de los mismos en cado de ser necesario, nosotros juzgaremos si tienen o no que ver con el crimen, ¿no le parece?
Flanagan asintió con gesto serio y regresó a su libreta.
—Cuando se produjo la discusión Molly, la ayudante de cocina fue enviada a ayudar a las criadas más pequeñas con las cenizas. —Cerró el anotador y lo guardó en el interior de su chaqueta.
—¿A qué hora ocurrió eso?
—Entre las seis y seis media de la mañana, aún no se había servido el desayuno a los señores pero las primeras tareas de la casa ya estaban hechas.
—¿Y dónde estaba Molly a la hora del crimen?
—Pelando patatas en el fregadero de la trascocina. Boyle estaba en su puesto, comenzando a guisar la carne para la cena.
El inspector analizó la situación por unos segundos con los labios apretados, luego volvió a meter las manos en los bolsillos.
—Bien, vamos a seguir interrogando al servicio. ¿Cuántos son?
—Según la señora Boyle, muerta el ama de llaves, hacen un total de quince. —Hizo un gesto de duda, sacó de nuevo su libreta y leyó—: El mayordomo, el lacayo, la cocinera, o sea, ella misma, el jardinero, el cochero, la fregona, un ayuda de cámara, tres doncellas, cuatro criados, dos de ellos mujeres, y la ayudante de cocina, Molly.
—Bien, si no me equivoco son siete hombres y ocho mujeres. ¿Con quienes prefiere enfrentarse, sargento?
—Con los hombres, señor. Son menos complicados —repuso Flanagan con una sonrisa.
El inspector arqueó sus delgadas cejas castañas.
—¡Vaya! ¡Teniendo en cuenta que ya interrogamos a tres damiselas, por lo que restan solo cinco, creí que las preferiría! Bien, comience por el mayordomo, yo iré a la cocina. Dígale por favor al señor... —Chasqueó los dedos.
—¿Grubber? Es el mayordomo.
—Grubber, sí, dígale al señor Grubber si es tan amable de enviar a las doncellas, a las criadas y a la fregona.
—Sí, señor.

Scubbs realizó sus entrevistas en el cuarto de planchado después de haber despedido a la doncella Dorothy Stuart, quien ya había terminado de coser el vestido de la señora Aldridge.
La primera en ingresar fue una joven extremadamente delgada, casi tan alta como él que, si bien no contaba con una estatura superior a la media, en una mujer llamaba mucho la atención. La chica llevaba las mangas del vestido levantadas y podían apreciarse dos antebrazos fibrosos y fuertes, sus manos tenían dedos largos y nudillos enrojecidos.
—Hola —saludó amablemente Scubs—, siéntate por favor. —Le indicó un banco situado enfrente.
La muchacha lo miró con desconfianza. Nadie pedía «por favor» a un sirviente, eso era algo que ella nunca había escuchado. Tal vez al señor Grubber le pidieran «por favor», o a la señora Boyle, o a la finada señora Woods, pero no a ella, una simple fregona. Se sentó con lentitud como si temiera tener que salir corriendo o si Scubs pudiera hacerle daño.
Al inspector le llamó la atención la actitud recelosa de la chica. Entendía que vivía en un pueblito pequeño pero servía en una buena casa, estaría acostumbrada a recibir visitas. Aunque, si lo pensaba bien, podía deberse a que ni él ni Flanagan eran cualquier visita sino policías. Y que en esa casa se había cometido un crimen. Y que, tal vez la chica, menos tonta de lo que uno podía imaginar, pensaba que se la consideraba sospechosa; lo cual era exactamente lo que debía hacer él, sospechar de todos. Eso le había enseñado su tío Augusto. Sacó la libreta, en la que había garabateado lo declarado por Dorothy, y un lápiz.
—¿Cómo te llamas y cuál es tu trabajo? —preguntó.
—Soy Jenniffer Otto, señor, la fregona de la casa.
Scubs juntó los labios en un gesto de apremio, debió haberse dado cuenta por las manos nudosas y rojizas de la chica.
—Deduzco entonces —comenzó, dándose un aire importante—, que fuiste tú quien limpió la salita de recepción del servicio después que sacaron el cuerpo de la infortunada señora Woods.
—Sí, señor. —La joven frunció el ceño—. Hago lo que me ordenan. Y lo hago muy bien.
—No lo dudo. ¿Quién te ordenó la limpieza?
La chica arrugó la frente con una mueca de desagrado.
—¡Quién va a ser! ¡El señor Aldridge! —¿Serían todos los policías igual de tontos?
—¿Él mismo, en persona, te dijo que limpiaras la salita? —insistió Scubs.
La muchacha frunció aún más el entrecejo. El policía sería muy amable pero era bastante zopenco. Eso o no tenía idea de como se manejaban las grandes casas de la sociedad. Para Jenniffer, los Aldridge eran personas sumamente importantes.
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Editado: 18.01.2021