A la luz del atardecer, el campo repleto de flores parecía ser la representación de un oasis. El cielo pintado de diversas gamas de naranja y rosa se asemejaba a la pintura que Adis había vislumbrado en su última visita a la ciudad. De todos los escenarios en los que eran representados sus sueños, aquel era su preferido. Y a pesar de la hermosura que emanaba el paisaje, jamás podría compararla a la hermosura de la doncella lo visitaba cada noche.
Sin importar cuán horrible o agotador fuese su día, ella siempre estaba esperándolo una vez que su cabeza reposaba sobre la almohada y sus ojos se cerraban. No podía recordar cuál fue el primer sueño en que la muchacha había aparecido, desde su punto de vista ella siempre lo había acompañado. Desde que llegó, el tiempo comenzó a correr de otra manera.
Desconocía el nombre de la dama, pero aún así la conocía suficiente para afirmar que la amaba. Sabía que los jazmines eran sus flores favoritas, que la lectura le apasionaba y que temía decepcionar a las personas que la rodeaban. Podía reconocer cuando estaba nerviosa, alegre o melancólica observando sus gestos. Y en ciertos momentos creía ser capaz de imaginar qué pensaba.
Nunca tuvo la oportunidad de hablarle, lo intentó pero ella no podía oírlo. Por su parte, sí escuchaba las palabras que salían de su boca. La doncella conversaba con el viento sin saber que él se hallaba a su lado. Adis era como un fantasma incapaz de alcanzar a su amada. En el interior del corazón deseaba romper la barrera que lo mantenía aislado, luchó con todas las fuerzas contra aquello que los separaba pero en todas las batallas resultaba perdedor. Por las mañanas, al despertar, se repetía en su mente que quizás todavía no era el tiempo correcto, que tal vez algún día, cuando menos se lo esperaba su sueño se transformaría en realidad.