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Masada miraba a través de la ventana el ir y venir de ese pueblo del demonio que tanto odiaba.
Se sentía entumecida, no sólo del cuerpo, sino también del alma. El muy imbécil de su marido la había maltratado de nuevo antes de salir, como lo hacía cada día.
Sintió escurrir unas lágrimas por su rostro, pero ni siquiera se molestó en limpiarlas. ¿Qué caso tenía si bien sabía que iba a seguir llorando por toda la eternidad?
De joven, había sido obligada a casarse con Pancho, un fuereño que llegó al pueblo prometiéndole el sol, la luna y las estrellas a los papás de Masada, quienes gozaban de una posición económica más que privilegiada, comparada con la mayoría de la gente del pueblo. Al final de cuentas, ese hombre había mentido, no tenía dinero y sólo se casó con ella para quedarse con las propiedades de sus papás, quienes murieron sospechosamente en un accidente de tráfico.
Desde entonces, ese maldito hombre se había adueñado de casi todo el pueblo. Era usurero y cobraba intereses altísimos, por lo que sus deudores acababan perdiendo sus propiedades en favor del muy desgraciado. Y no sólo las propiedades...
Las familias más pobres, le vendían a sus hijas, cosa que asqueaba y horrorizaba a Masada, quien, con absoluta impotencia, veía como esas pobres muchachas eran abusadas y obligadas a prostituirse en la cantina propiedad de su marido.
Masada, egoístamente podía pensar que era mejor que se entretuviera con esas mujeres y a ella la dejara en paz, pero no podía hacerlo. Sabía la clase de vejaciones a las que eran sometidas esas pobres mujeres. Y ahora Pancho estaba más que enojado y se desquitaba con ella y con quien se le pusiera enfrente. Se había encaprichado con la hija de un campesino y lo estaba presionando para comprarla, pero el hombre no se la había dado a él, sino a un fuereño que no hacía mucho había comprado un rancho cercano llamado “Las Palomas”.
Su marido estaba furioso, más que furioso porque le habían ganado a Galilea, y andaba alborotando a los hombres para ir al rancho de ese hombre y arrebatarle a la muchacha.
Soltó un suspiro de tristeza. ¿Cuándo se acabaría este infierno para todos ellos?
Unas frenéticas llamadas a su puerta la sacaron de sus amargos pensamientos. Con curiosidad se acercó a abrir; se sorprendió al encontrar a una de las mujeres de la cantina.
— ¿Qué pasa? — Preguntó intrigada.
— ¡Señora Masada! — Exclamó la mujer, totalmente histérica. — ¡Acaban de matar a su marido allá en la cantina!
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Editado: 12.12.2021