La Dueña

Capítulo 1

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Para Masada no fue nada fácil enfrentar su nueva vida. Si bien en el fondo agradecía el haberse librado de ese maldito infeliz de su marido, ahora tenía que hacerle frente a todos los problemas que le había heredado y, sobre todo, sentía que era su deber remediar todos los males que ese hombre había causado. Así que, lo primero que hizo, fue presentarse en la cantina, echar a todos los hombres que estaban ahí y cerrar las puertas. Habló con las muchachas, les ofreció su libertad y, les propuso, a quien quisiera quedarse, hacerlo como sus empleadas, no como esclavas. Planeaba convertir ese lugar en un restaurant familiar y contratarlas con un sueldo digno, para que dejaran de prostituirse. Prácticamente todas accedieron a quedarse con ella. ¿Y cómo no? Si ya no tenían a dónde ir y ningún hombre en el pueblo las tomaría en serio. Así que inmediatamente pusieron manos a la obra y empezaron a pintar y remodelar ese lugar. En muy poco tiempo lograron abrirlo al público y, afortunadamente, tuvo mucha aceptación entre la gente. La comida que servían era realmente sabrosa y la atención que daban era de primera. 

Además de todo, se dedicó a administrar las propiedades de su difunto esposo y a renegociar las deudas de sus deudores, condonándoles los intereses tan descabellados que aquél les había impuesto. 

En muy poco tiempo se logró ganar el respeto y la admiración de prácticamente todo el pueblo, sobre todo de la familia Valdez. Cinco hermanos que se habían mudado al pueblo y que, con su ejemplo y actitud habían cambiado muchas cosas para bien. Sobre todo, Adrián el mayor, quien había sido el que compró a Galilea y enfrentó al difunto Pancho para protegerla y luego casarse con ella. También había llamado al ejército para que viniera al pueblo a rescatar a las mujeres abusadas.  

Al final, por capricho del destino, cada uno de los hermanos Valdez se enamoró de alguien del lugar, se casaron y se quedaron a radicar ahí, excepto Isidro, el militar; él se llevó a su joven esposa Magdala, la única hija del gerente del banco, hacia la base donde estaba asignado, dejando al padre de la joven, quien era viudo desde hacía varios años, totalmente solo en el pueblo. 

 

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Era temprano en la mañana y la cantina apenas había abierto cuando el gerente del banco entró. 

— Buenos días. — Saludó el hombre de manera muy formal. — ¿Ya hay servicio? 

— Estamos abriendo apenas y los fogones no están encendidos todavía. — Dijo Masada acercándose a él, mientras las empleadas se afanaban en limpiar y preparar todo. 

Él soltó un suspiro resignado. 

— ¿Le importa si espero aquí hasta que empiecen a servir? — Preguntó algo apenado. 

Masada sonrió y le señaló una mesa. El hombre asintió agradecido y se sentó. 

— ¡Tráiganle un café al señor! — Gritó hacia la cocina y, sin esperar invitación, se sentó ante la mesa, frente a él. — ¿Extrañando a la muchachita? 

El hombre soltó una pequeña risa amarga. 

— No tiene idea, señora Masada, la falta que me hace mi hija. ¡Cómo la extraño! Esa casa se siente muy grande y muy sola sin mi princesa. 

— Me imagino... — Asintió Masada con empatía. — ¿Cuántos años hace que murió su esposa? Ya llevaban mucho tiempo usted y su hija solitos. ¿Verdad? 

— Sí, ya son muchos años. — Suspiró el hombre. — Me dolió muchísimo la muerte de mi esposa. Pero mi princesa me ayudó a superar todo eso, ella lograba que no me sintiera solo pero... ahora... 

— Debe ser difícil para usted. — Asintió Masada con algo de melancolía. — Yo tengo poco tiempo de viuda pero, la verdad, lo estoy disfrutando, porque estuve sola desde mucho antes. 

El hombre se mostró apenado. 

— Lo siento mucho, en serio. ¡Qué insensible soy! Yo quejándome de mis problemas cuando usted tiene los suyos propios. 

Masada soltó una franca carcajada. 

— ¡No le estaba reclamando nada! — Dijo sonriendo. — Lo que pasa es que, pues como que necesité desahogarme un poco, también. 

El hombre sonrió. 

— Vaya par que hacemos. ¿Eh? 

— Considérese afortunado. — Asintió Masada. — Usted amó y fue amado, y tuvo una hija muy buena. Yo no tuve nada de eso, señor gerente, nada. Así que, dentro de todo, usted fue bendecido.  

— Tomás... — Dijo él con una sonrisa amable. — Me llamo Tomás. 

Masada volvió a sonreír. 

— Su muchachita está en buenas manos. — Afirmó con contundencia. — Y puede hablar con ella cada que quiera, o visitarla, o esperar que ella venga. Y, además, algún día le dará nietos. ¿Se imagina qué bendición? Disfrútela usted que puede.  

— ¿Puedo preguntarle por qué no tuvo hijos? — Preguntó el gerente con algo de curiosidad. 

— Porque Dios es muy sabio. — Dijo Masada encogiéndose de hombros. — No me hubiera gustado en lo absoluto tener hijos de ese hombre y, peor aún, que salieran a su padre, igual de hijos de la fregada. Soy estéril, y aunque al principio sufrí por las burlas, los reclamos y los desprecios de mi marido, ahora lo considero una bendición. 




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