La Dueña

Capítulo 2

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Masada se miró al espejo y sonrió. A sus casi cuarenta y cinco años, aún se conservaba delgada y sus músculos estaban tonificados, gracias al trabajo rudo. A pesar de que su marido había tenido dinero, ella siempre había sido quien se encargaba de la limpieza de la casa y de mantener todo en orden. Y ahora, como dueña de la cantina y de las demás propiedades, permanecía trabajando al parejo que sus empleadas. Excepto las últimas semanas, pensó con algo de remordimientos. Desde el día que Tomás había ido a desayunar a su local y habían estado conversando, se habían hecho la costumbre de hacerlo juntos todos los días. ¡Y no solo el desayuno! También compartían la mesa durante la comida de medio día. 

Al principio, tanto las empleadas como los demás pobladores se sorprendieron al verlos convivir a diario, pero luego se acostumbraron a ello y ya nadie hacía bromas ni insinuaba nada. ¿Qué tenían qué reprochar? En realidad, entre Tomás y ella sólo había surgido una muy buena amistad, y las charlas de la sobremesa eran por demás animadas y divertidas, algo que Masada disfrutaba enormidades. Y aunque se diera algo entre ellos, cosa que la mujer dudaba mucho, pues ambos eran viudos y estaban solos. ¿Qué mal le harían a nadie? Quizá sólo Magdala, la hija de Tomás, pudiera objetar algo. 

— Y la muchachita nada tiene qué decir. — Pensó Masada contundentemente. — Entre su papá y yo no hay absolutamente nada... ¡Ni lo habrá! 

Soltando un suspiro, se terminó de peinar y, en un arrebato, se puso un poco de labial color coral. Se volvió a mirar en el espejo y encogió los hombros. Ella jamás se maquillaba, pero ahora... Con tristeza, soltó otro suspiro al aceptar que, Tomás, con quien ahora incluso se tuteaba, le estaba gustando mucho más de lo debido. 

— Déjate de tonterías, mujer. — Se dijo a sí misma. — Ese hombre sigue enamorado de su difunta esposa y jamás te verá a ti de otra manera. 

Luego de auto regañarse, tomó su abrigo y salió hacia el frío de la madrugada rumbo a la cantina para empezar a trabajar. 

 

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Tomás atravesó la plaza del pueblo a paso lento, disfrutando el amanecer.  Sabía que era demasiado temprano aún como para que las empleadas de Masada tuvieran algo listo en la cocina, pero él siempre encontraba algo en qué ayudarlas mientras esperaba: Algún clavo qué poner en una pared, alguna silla rota, una tubería con fuga de agua... Disfrutaba ayudar a reparar cosas, las manualidades eran algo que se le daba bien. Y Masada y sus muchachas eran muy agradecidas con las pequeñas ayudas que él les brindaba y siempre lo recompensaban poniendo raciones más grandes en su plato, o con algún postre especial. 

Masada... Pensó soltando un suspiro. La dueña era un verdadero descubrimiento. Aunque se conocían desde hacía años y últimamente habían convivido mucho en las bodas y eventos que organizaban los hermanos Valdez, a los que ambos eran invitados frecuentes, en realidad no había tenido la oportunidad de conocerla a fondo como ahora lo estaba haciendo. La mujer era guapa, muy guapa para su edad. Era inteligente, madura, segura de sí misma, con un sentido del humor bastante agudo que a él le encantaba y, además, bastante directa y honesta. Tenía que admitir ante sí mismo que, Masada le había hecho resurgir la alegría de vivir que había estado perdiendo poco a poco, casi sin darse cuenta. Ella era su primer pensamiento al despertar y el último antes de dormir, reconoció con algo de vergüenza. ¿Cómo podía estar pensando más en esa mujer que en su amada hija o en su añorada esposa? 

Sacudió la cabeza desechando los reproches y apresuró el paso. Apenas puso un pie dentro del local, exclamó con una gran sonrisa. 

— ¡Muy buenos días, damas! 

— ¡Buenos días don Tomás! — Gritaron las empleadas, muy alegremente. 

Masada se acercó a él inmediatamente. 

— ¿Te caíste de la cama? — Dijo en son de broma. — ¡Muchachas, tráiganle un café! 

Ambos se sentaron ante una mesa mientras un par de jóvenes les servía café a ambos. 

— La verdad es que sí, se me fue el sueño muy temprano. — Admitió él luego de agradecer a las meseras. — ¿Y a qué me quedaba ahí penando como un fantasma si puedo ser más útil aquí? 

Masada esbozó una sonrisa complacida.  

— Pues ahora te vas a aburrir hasta que los fogones estén listos, porque ya no hay nada qué reparar. ¡Todo lo has compuesto! ¿Quién diría que, el formal y serio gerente del banco, fuera tan bueno con las herramientas? 

Tomás soltó una carcajada. 

— En este pueblo no hay gran cosa qué hacer. Así que, cuando se descomponía algo en la casa, siempre buscaba en internet cómo repararlo. Así fue como aprendí. 

— Me imagino que, en la ciudad, llamabas al fontanero o al electricista si algo fallaba.  

— Así es. — Asintió él antes de darle un sorbo a su café. 

— ¿Qué es lo que más extrañas de la ciudad? — Preguntó Masada con curiosidad. 

Tomás se quedó meditando por un momento. 

— El teatro, definitivamente. — Dijo al final. — Me apasiona el teatro. 




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