La Dueña

Capítulo 3

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A Masada, el resto de la semana, le había costado muchísimo trabajo disimular la ilusión tan grande que tenía ante la invitación de gerente. Pero el viernes no se contuvo y lo bombardeó a preguntas sobre cómo vestirse y qué tan formal y elegante había que ir. Él solo sonrió y le dijo que se calmara, que no tenía por qué estar nerviosa, que era algo absolutamente informal. Aun así, Masada se esmeró en su arreglo. Se puso su mejor vestido y un poco de maquillaje. Y en un arrebato de valor, disfrazado de prudencia, empacó una muda de ropa extra en una pequeña maleta.  

El sábado, cuando terminaron de comer en la cantina. Les encargó a sus empleadas el local y, con el corazón latiendo a mil por hora, le entregó a Tomás las llaves de una de las camionetas y ambos salieron rumbo a la ciudad. 

Tomás poca atención le ponía a la obra por estar mirando a Masada de reojo. La mujer lucía asombrada de lo que veía en el escenario y reía divertidísima con las ocurrencias de los actores. Él se recargó en su butaca y, sin pensarlo, puso su mano sobre la de ella. Si Masada lo notó, no dijo nada, siguió con la mirada fija en la obra mientras dejaba escapar pequeñas carcajadas con la trama de la misma. 

Permanecieron de la mano el resto de la obra hasta el final, cuando se soltaron para aplaudir la actuación de los actores. Pero Tomás la volvió a tomar de la mano para salir del teatro. 

— ¡Fue increíble! — Exclamó Masada con una brillante sonrisa mientras caminaban por el estacionamiento. — ¡Nunca me imaginé que yo estuviera en un lugar así! ¡Y fue taaaan divertida la obra! ¡La disfruté tanto! 

Tomás sonrió. 

— Me alegra escuchar eso. Ahora, vamos a cenar a algún lugar lindo, para que puedas presumir de una escapada completa en la ciudad. ¿Te parece? 

— Soy materia dispuesta. — Asintió ella con entusiasmo. — Si me voy a descarrilar esta noche, pues que valga la pena el viaje. ¡Pasaron más de cuarenta años para que yo hiciera algo así! Ve tú a saber si necesite otros cuarenta para poder regresar. 

Ambos sonrieron mientras él la ayudaba a subir a la camioneta. 

Tomas la llevó a un restaurant no muy grande, pero sí bastante concurrido, que estaba en el lobby de un hotel y que incluso tenía música en vivo. Luego de cenar unos buenos cortes de carne, él la invitó a bailar.  

— No debí pedir esa botella de vino. — Dijo él mientras la abrazaba al ritmo de la música. — Con un par de copas hubiera bastado para mí. Me temo que, luego de lo que bebí, no es muy seguro que yo conduzca esta noche de regreso al pueblo. 

— Valió la pena, créeme. — Dijo ella, con su mejilla apoyada en el pecho de él. — Nunca había bebido algo tan dulce y delicioso. 

Tomás sonrió y la hizo girar al ritmo de la melodía, provocándole una pequeña carcajada. 

— No sabía que fueras tan buen bailarín. — Dijo ella, sin parar de reír. 

— Me temo que estoy bastante oxidado. — Dijo él volviéndola a abrazar. — Hace mucho que no bailaba. 

— Pues lo haces muy bien. — Dijo ella recargándose de nuevo en su pecho. 

— Ayuda la compañía... — Dijo él en voz baja. 

Masada levantó la mirada y lo encontró observándola. Ambos se miraron en silencio por un instante y luego, inesperadamente, Tomás se inclinó para besarla. 

Luego de la sorpresa inicial, ella devolvió el beso y permanecieron así por un momento, hasta que él se separó. La mantuvo en sus brazos mirándola con intensidad y luego la tomó de la mano y la llevó hacia la mesa, dejó unos billetes sobre el mantel para cubrir la cuenta y, llevándola de la mano, la sacó del local y se encaminó hacia el mostrador de recepción. 

— ¿Una o dos habitaciones? — Le preguntó acariciándole la mejilla. 

— Una... — Musitó Masada soltando un suspiro. 

 

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Era de madrugada, ambos yacían en silencio, abrazados bajo las sábanas, luego de haberse estado amando casi toda la noche. 

— ¿Y ahora qué? — Dijo Masada en voz baja.  

— Ahora... Necesito descansar un poco si quieres que sigamos. — Respondió Tomás con una pequeña risa. — Me dejaste totalmente agotado. 

Masada también rio, luego se puso seria. 

— Me refiero a después, cuando regresemos al pueblo. 

Tomás se giró para verla de frente, sin soltarle el abrazo. 

— Será como tú quieras. — Le dijo con seriedad. — Llegaremos hasta donde tú decidas. Pero que conste en actas, yo no pienso escondernos. 

Ella lo miró ilusionada y no pudo evitar un soltar un suspiro. 

— ¿Y tu hija? — Preguntó luego de un momento. — ¿Y si se opone? 

Tomás soltó una pequeña risa. 

— Soy un hombre adulto, Masada Ya tengo casi cincuenta años. Creo que soy muy capaz de tomar mis propias decisiones y, créeme, no tengo que pedirle permiso a nadie para estar contigo. Ni siquiera a mi hija.




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