KAREN
El sol que entraba por las persianas, ahora con más fuerza, era un recordatorio punzante de las muchas copas de vino (y ese resbaladizo tentáculo llamado margarita) que habían desfilado por mi garganta la noche anterior. Me dolía la cabeza con un ritmo sordo y constante, cada palpitar una pequeña punzada de arrepentimiento tardío. Mi cuerpo se sentía ajeno y desordenado.
— ¡Uf!, qué bueno que vivo sola, — pensé, girándome con cuidado para no agravar el mareo. La idea de tener que dar explicaciones a mis padres sobre una noche así era impensable.
La ventaja de vivir sola era clara: podía volver a casa a la hora que quisiera sin preocuparme por despertar a mis padres. Se acabaron las llegadas silenciosas de madrugada. La libertad tenía su precio, y hoy se manifestaba en la ausencia de una mano amiga que me acercara un vaso de agua helada y una de esas píldoras mágicas que parecían silenciar a los duendes de la percusión en mi cráneo.
Con esfuerzo, me senté al borde de la cama, sintiendo cada músculo protestar. Necesitaba urgentemente una ducha para quitarme la sensación pegajosa y el olor al bar que aún me envolvía. El desorden del exterior se había adherido a mí y necesitaba lavarlo.
Aun así, sonreí un poco. Sí, la resaca era grande, pero la noche anterior había valido la pena. Reír mucho con mis amigas, bailar hasta que me dolieron los pies y sentir la energía de Nueva York otra vez fue justo lo que necesitaba. Por un momento, un destello de unos ojos verdes brillantes cruzó mi mente, pero lo descarté rápidamente. Seguro era la resaca.
Sí, la resaca.
Caminé con lentitud hacia el armario, buscando ropa cómoda para pasar el resto del día. Unos pantalones de algodón suaves y una camiseta holgada serían suficientes. Justo cuando apartaba una pila de ropa cuidadosamente doblada, mis dedos rozaron la familiar textura de la seda. Allí estaba, mi blusa nueva, la que había estrenado con tanta ilusión la noche anterior, planificada para ser el inicio perfecto de mi nueva vida. Y ahí, extendiéndose como un mapa oscuro, la mancha de vino tinto.
Una punzada de rabia caliente me recorrió el pecho. ¡Qué torpe!, ¡Qué idiota! Isaac... Isaac sin apellido. ¿Por qué no le había exigido que me pagara la blusa en el momento? ¡Debí haberlo hecho! Ese pequeño incidente, que no debió ser nada, se había convertido en un problema insoluble. Ahora era demasiado tarde.
La frustración me hizo tomar la blusa y llevarla al lavabo. Abrí el grifo con brusquedad y empecé a frotar la mancha con agua fría, una y otra vez, con una fuerza inútil, una batalla personal contra la obstinada pigmentación del vino que había destrozado mi blusa, mi orden, mi control.
—¡Maldito torpe! —murmuré entre dientes, sintiendo cómo la impotencia crecía y mis puños se apretaban.
Si volvía a cruzarme con ese tal Isaac, no solo le cobraría el precio de la blusa, ¡le cobraría el doble por el disgusto! El enojo burbujeó de nuevo, mezclándose con la persistente resaca. Necesitaba calmarme. Tenía que enfocarme en lo importante.
Dejé la blusa remojando en el lavabo y finalmente me metí bajo la ducha caliente. El agua ayudó a relajar mis músculos tensos y a lavar la pesadez de la noche. Al salir, vestida con mi ropa cómoda, caminé hacia la cocina con la esperanza de encontrar algo ligero para desayunar.
Abrí el refrigerador para buscar jugo y mi mirada se detuvo en la foto de mi abuela pegada en la puerta. Su cálida sonrisa parecía iluminar la cocina. Extendí la mano y toqué el papel frío de la foto con suavidad. Ella, que venía de una familia trabajadora y honesta, me había inculcado el amor por la cocina desde niña.
Recuerdo quedarme fascinada viéndola preparar desde una sencilla sopa hasta platillos que parecían sacados de un libro de cocina elegante, cada ingrediente en su lugar, cada paso meticulosamente seguido.
Mis padres se habían esforzado al máximo para que yo pudiera ir a Francia a especializarme y perseguir mi sueño de ser chef, quizás algún día tener mi propio restaurante. Un lugar donde la perfección y el control serían mi bandera.
Voy a lograrlo, abuela, pensé en silencio. Voy a ser la mejor, y sé que desde donde estés, estarás orgullosa de mí.
Tomé el teléfono y busqué el contacto de mi mamá. Ella siempre tuvo la solución para todo, incluso para las manchas imposibles.
—¿Mamá? ¡Hola! ¿Cómo estás? —pregunté, tratando de sonar lo más normal posible.
—Ay, hija, bien, ¿y tú? ¿Ya celebraste mucho anoche? —su tono cariñoso siempre lograba ablandar mi mal humor.
—Estuvo bien, sí... pero tuve un pequeño... accidente con mi blusa nueva —dije, vacilando un poco antes de continuar—. ¿Te acuerdas de la de seda de color coral? Pues... alguien me derramó vino tinto encima.
—¡Ay, no, mi niña! ¡Qué barbaridad! ¿Y no se quitó?
—Ya la intenté lavar un poco, pero nada. ¿Tú sabrás algún truco? Es mi favorita... y era nueva.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.
—Ay, hija, la verdad es que el vino tinto en seda es complicado... He oído de algunos remedios con leche o sal, pero no te garantizo nada. Tendrías que buscar bien en internet o llevarla a una tintorería especializada, aunque no sé si podrán hacer milagros.