La Dulzura de mi Vida

Capítulo 25. El Peón

ISAAC

El Mercado de Pescados y Mariscos era, sin duda, la peor parte de la Central.

El suelo estaba mojado, resbaladizo, y olía a salmuera y algas. La temperatura era helada. Yo, el Director General de una de las firmas más prestigiosas de la ciudad, estaba en botas de caucho, sintiendo el frío penetrante a través de mis guantes prestados. El aire era denso, lleno de gritos de vendedores, el chirrido de carritos y el golpeteo constante del hielo.

Karen, la Chef de Fuego, se movía a través de este caos como si fuera una biblioteca silenciosa, su Orden intacto e implacable.

Se detuvo frente a un mostrador cubierto de hielo picado y criaturas marinas. El proveedor, un hombre grande y barbudo con un delantal manchado, la saludó con familiaridad.

—¡Chef Miller! ¿Vienes por el Huachinango?

—Y esta vez, con ayuda. Él es William, mi nuevo aprendiz de logística —dijo Karen, sin una pizca de humor en su voz.

El proveedor me miró sin interés, como si fuera una caja más de mercancía. Yo, Isaac William, el arquitecto, reducido a "aprendiz de logística".

—William, Huachinango, 12 kilos. Revise la lista. Ojo cristalino, agallas rojas, piel brillante. Y que lo envuelva usted mismo.

Me acerqué, luchando contra la aversión. El pescado era resbaladizo. Lo agarré y sentí el frío penetrante.

—El ojo... el ojo está un poco turbio, Chef —dije, tratando de sonar profesional, como un arquitecto revisando un plano con fallas.

—El ojo de ese Huachinango lleva muerto diez horas. Quiero el lote que acaba de llegar en la caja de espuma azul. Vaya a la parte trasera, William.

Me obligó a adentrarme en el laberinto de la trastienda, entre cajas apiladas y chorros de agua, hasta encontrar la caja correcta. Regresé, victorioso, con el Huachinango correcto, que envolvía torpemente.

—Bien. Ahora, Camarón U-10, 5 kilos. Lo pesa usted mismo, William.

La balanza estaba sucia y oxidada. Me tomó tres intentos fallidos pesar los cinco kilos exactos. Mientras luchaba con el hielo, sentí la mirada de Karen, que ya estaba en otra parte, hablando con el proveedor de pulpos.

—El pulpo. Que lo golpeé —escuché que Karen ordenaba.

Vi al proveedor tomar un pulpo aún gelatinoso y golpearlo contra el borde de la mesa, un sonido sordo que me hizo retroceder.

—Es tradición. Para ablandar la carne —dijo Karen, viéndome temblar—. ¿Algún problema, William?

—No. Ninguno. Arquitectura del pulpo, supongo. Totalmente funcional.

—Ahora, las cebollas. 20 kilos, en la malla. Cárguela usted. Y la quiero sobre su hombro. Es más eficiente para el equilibrio.

La malla de cebollas era pesada y rasposa. Tuve que tomar impulso para levantarla y ponerla sobre mi hombro. El olor a tierra húmeda y cebolla penetró en mi nariz, combinándose horriblemente con el salitre.

—¡Muévase, William! La sección de carne nos espera.

Mi primer asalto había terminado. Yo estaba sucio, olía a pescado y cebolla, y mis hombros ardían. Pero no me quejé. No improvisé. Había cumplido con el primer paso del menú de la disculpa.

La sección de Carnes era un frigorífico gigante. El frío era seco, cortante, y se sentía como si el aire quisiera congelar mis pulmones. Karen, ajena, parecía revivir en ese ambiente.

—Aquí la precisión es vital, William. Filete de Res (10 kg). Quiero el corte center-cut. No dejes que te den las puntas.

Tuve que ponerme un guante de plástico extra para tocar la carne. Revisé los cortes y, basándome en los planos de la lista, logré identificar los lomos perfectos. Se los entregué al carnicero, y este asintió con un gruñido.

—Ahora, las Pechugas de Pato. 50 piezas. Envueltas individualmente. Revíselas por la textura de la piel.

Pasé quince minutos inspeccionando cada pechuga. Karen se apoyó contra un pilar metálico, observándome con una calma que me irritaba. No había burla, solo evaluación. Era peor que un regaño.

—El número 43 tiene la piel rasgada, Chef —informé, sintiéndome estúpidamente orgulloso de mi hallazgo.

—Descarte la 43. Gracias, William.

—Tuétano (5 kg). Quiero la médula blanca, no amarillenta. Y recuérdele al proveedor que no es para mí sopa —le espeté al carnicero, repitiendo la frase de la lista para vengarme.

Karen casi sonrió. Casi.

Mi mente estaba funcionando como una máquina. Había pasado de ser un arquitecto de conceptos a un inspector de calidad cárnica. Estaba usando mi precisión obsesiva, mi Orden natural (que normalmente se aplicaba a la geometría), para complacer su Orden.

Finalmente, terminé la sección de carne y cargué dos bolsas de hielo, sintiendo el peso en mis brazos. El frío ya me había traspasado la ropa prestada de Alan.

—Vamos a la última parada. Lo más delicado y lo más pesado —dijo Karen, mientras nos dirigíamos a Frutas y Verduras.

La sección de Frutas y Verduras era vibrante y cálida, un alivio sensorial después del congelador.

—Jitomate Heirloom (50 kg) —ordenó Karen—. Deberá cargarlos con extremo cuidado. Si alguno se daña, es culpa suya.



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Editado: 04.11.2025

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