La Dulzura de mi Vida

Capítulo 32. Sincronización Perfecta

ISAAC

El Salón Imperial estaba a reventar. Doscientos cincuenta de los invitados más influyentes de la ciudad se movían entre las mesas, admirando el despliegue. Y, milagrosamente, todo era perfecto.

Las mesas, perfectamente circulares, seguían mi patrón de geometría óptima. La luz, cuidadosamente ajustada, daba a la sala un brillo íntimo. Y, lo más importante, el equipo de servicio se movía por los pasillos que yo había diseñado con la precisión de un ballet.

Mi corazón latía, pero no por el nerviosismo del evento; estaba funcionando en modo Piloto Automático de Precisión. Estaba aquí por mi madre, y mi única preocupación era que la sinfonía culinaria de Karen Miller fuera el clímax que ella merecía.

Me dirigí a la cocina temporal, mi centro de mando. El contraste con el salón era brutal: aquí no había terciopelo ni luz suave, solo acero inoxidable, vapor y la disciplina militar de Karen.

Ella estaba en el centro, vestida con su filipina inmaculada, supervisando cada estación. Su rigor era una fuerza palpable; bastaba un gesto de su mano para acelerar o pausar a un cocinero. La tregua nos había forzado a una sincronización tan estrecha que, a veces, sentía que podía leer sus pensamientos.

—Williams. La exhibición en vivo empieza en diez minutos —dijo Karen, su voz baja y tensa. Era una orden, no una solicitud.

—Listo, Chef. La estructura está activada. El equipo de luces está en posición. Solo necesito su señal para iniciar el movimiento del primer plato y la entrada del equipo de servicio.

Ella me miró por un segundo, y en sus ojos vi la tensión de una semana de trabajo concentrada en ese momento.

—Diez minutos. El equipo de servicio de Williams tiene que entrar con la bandeja de aperitivos exactamente a la 20:00:00. No antes, no después.

—Entendido.

Salí al salón y me comuniqué por radio con mi equipo. A las 19:59:00, hice la cuenta regresiva.

20:00:00. El equipo de servicio entró. La fluidez era absoluta.

Me di un respiro, pero la calma duró poco. Mi radio crepitó con la voz de mi padre.

—Isaac, ¿estás ahí?

—Sí, papá. Estamos en marcha. ¿Cómo está mamá Oli? —pregunté, sintiendo un escalofrío.

—Ella está deslumbrada, hijo. Es un éxito. Pero la necesitamos un momento en la cocina. El Chef Julián quiere una foto con ella y con... —hubo una pausa incómoda—... y con la Chef Miller. Es importante para la Fundación.

Mi sangre se congeló. Karen odiaba las fotos, odiaba el desorden de la celebridad. Pero la Sra. Williams lo necesitaba para la Fundación.

Corrí de regreso a la cocina. La Chef Miller estaba en su punto máximo de concentración, preparando la puesta en escena del plato principal.

—Chef. Necesito su atención. Ahora.

Ella me miró, y su rostro era una máscara de furia contenida. —Estamos en la fase crítica, Williams. No.

—Es por mi madre. El Chef Julián quiere una foto con ella y usted, aquí, ahora. Es para la Fundación. Es vital para la imagen.

Ella apretó los labios. Yo sabía lo que odiaba: la interrupción de su flujo de trabajo, el show innecesario.

—¿Cinco segundos, Williams? ¿Cinco segundos de mi tiempo?

—Cinco segundos de disciplina social.

El Chef Julián Deveroux entró con mi madre, Olivia. Ella irradiaba una elegancia conmovedora, aunque su palidez era evidente incluso bajo el maquillaje. Cuando Olivia vio la perfección de la cocina, sus ojos se llenaron de emoción.

—¡Karen! ¡Isaac! Es increíble. Esto es más impecable de lo que jamás soñé —dijo Olivia, con una voz suave pero firme.

El Chef Julián tomó la foto rápidamente. Un flash en la penumbra de la cocina. Mientras Julián se llevaba a mi madre de vuelta, ella se detuvo frente a Karen.

—Gracias, querida. Por la perfección. Significa el mundo para mí.

Olivia le dio un abrazo fugaz, ese mismo abrazo ligero, pero firme que Karen me había descrito. La estructura de Karen se rompió. Por un segundo, vi la sorpresa y una pizca de vulnerabilidad en sus ojos.

Cuando mi madre se fue, Karen se quedó inmóvil.

—Williams. El show cooking ha terminado. El plato principal está listo para servir. Su equipo tiene cuatro minutos para preparar la transición.

—Chef, el tiempo corre.

Nos miramos. El apretón de manos de la tregua había sido formal, pero ahora, bajo el estrés y la emoción, la conexión era real.

—Lo que acaba de suceder, fue una improvisación —dijo Karen, con un susurro que era más una confesión que una queja.

—Y fue perfecta, Chef. Gracias por su disciplina.

Me incliné sobre la mesa de acero. Nuestras caras estaban a centímetros, separadas por el vapor y la urgencia de la hora.

—No me agradezca, Williams. Todavía no.

Y en ese instante, en medio del frenesí de la cocina, con el reloj corriendo y la gente esperando, la atracción que habíamos estado reprimiendo toda la semana estalló. Olía a trufa, a vino tinto y a una necesidad mutua de descontrol.



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Editado: 08.11.2025

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