Las tardes de verano eran interminables. El aire olía a hierba seca, a la humedad del riachuelo y a protector solar. Las golondrinas danzaban por el cielo abierto y azul, dibujando figuras geométricas en su vuelo.
—Vamos, Inés, si no está tan fría —gritó Martina.
Inés avanzaba por las aguas del río tiritando, procurando mantener secas las partes del cuerpo que aún no habían tocado el agua. Martina le salpicaba los brazos y la nuca, convencida de que así le daría menos impresión. Adela, en cambio, ya se había zambullido: estaba empapada de pies a cabeza.
Inés se tranquilizó escuchando el batir de las golondrinas e intentó olvidar lo poco que le apetecía bañarse. Cerró un ojo para protegerse de la luz del sol y murmuró:
—Mirad cómo vuelan. Seguro que desde arriba alcanzan a ver todos los secretos del pueblo.
Adela soltó una carcajada estruendosa.
—¡Sólo dan vueltas! Si yo pudiera volaría mucho más alto, atravesaría el bosque y llegaría al otro lado del mundo.
—O te perderías -replicó Martina, haciéndole cosquillas por debajo del agua-. Las golondrinas vuelven cada año porque saben dónde está su casa. No como tú, que te quedarías perdida en cualquier lugar.
Adela fingió no escucharla. Salió del agua con pasos enérgicos, corrió por la orilla con los brazos abiertos, imitando a las aves, y dejó que su sombra saltara de piedra en piedra. Con un giro acrobático se dejó caer sobre la hierba. Las otras dos la siguieron con menos ímpetu y acabaron tumbadas a cada lado de Adela, exhaustas.
El cielo se cubrió de nuevas siluetas negras que giraban en círculo sobre ellas.
—¿Y si nos siguen? -susurró Inés-. ¿Y si son mensajeras?
Martina sonrió, a medio camino entre la seriedad y la broma.
—Tal vez nos protegen. O tal vez nos vigilan -dijo, mirando de reojo a Adela, cabeza con cabeza, para que le siguiera el juego.
Adela se incorporó con una ramita entre los labios y los ojos brillantes.
—Tienen un plan oculto para acabar con nosotras -dijo con voz de ultratumba, pegando su rostro al de Inés. La niña la miró horrorizada, lo cual enterneció a Adela, que le dio un beso en la frente para calmarla.
Luego apoyó las manos sobre las rodillas y concluyó con solemnidad:
—Pues que miren bien. Un día volaremos más alto que todas ellas.
Agarró con firmeza las manos de sus amigas. Siguieron hablando de sus sueños y de las aventuras que vendrían, entusiasmadas, hasta que el sol se ocultó tras las montañas. No sabían que, mientras tanto, el destino empezaba a trazar en silencio el plan que cambiaría sus vidas para siempre.
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Editado: 10.09.2025