El bosque se extendía más allá de los límites del pueblo, con árboles que se alzaban como centinelas silenciosos y senderos apenas visibles entre la maleza. El aire húmedo y fresco se colaba entre las ramas, mezclándose con el olor a tierra y hojas mojadas.
—¿De verdad tenemos que entrar aquí? —susurró Inés, con la voz apenas audible.
Martina la empujó suavemente por el hombro:
—Si no lo hacemos nos perderemos la aventura. Además, nadie entra en serio en este bosque… es lo que lo hace especial.
Adela avanzaba con pasos seguros, sus ojos brillando de emoción. De repente, algo llamó su atención: colgando de la rama más baja de un árbol cercano, había un pequeño zapato infantil, viejo, sucio y con la punta desgastada.
—¿Qué es eso? —preguntó Inés, acercándose con cautela.
Adela lo tomó entre las manos, girándolo lentamente. La suciedad y la hoja pegada a la suela del zapato sugerían que había estado allí mucho tiempo.
—Es… como si alguien lo hubiera dejado para que lo encontremos — dijo Martina, frunciendo el ceño. —¿De quién será?
Inés tragó saliva y miró alrededor, notando que las ramas crujían bajo el peso de algún animal invisible. La emoción de la aventura se mezclaba con un escalofrío incómodo: el bosque que parecía prometedor ahora empezaba a sentirse vigilante.
Adela dejó el zapato en el suelo, pero no podían apartar la mirada de él. Como si esperara, silencioso, atraerlas más profundo entre los árboles.
—Siento que… alguien nos está mirando —murmuró Inés, más para sí misma que para las demás.
Martina tomó la mano de Inés y la apretó, tratando de transmitir seguridad, mientras Adela levantaba la vista hacia la espesura. Las sombras se alargaban y el bosque, antes excitante, ahora parecía esconder secretos que no deberían descubrir. Sin embargo, la curiosidad pudo más que el miedo, y las tres niñas continuaron adentrándose, sin saber que el zapato era apenas el primer aviso. Una figura arrancó a correr bruscamente cruzándose entre ellas.
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Editado: 10.09.2025