Martina se inclinaba sobre su hermano, ayudándole a atarse los cordones de los zapatos mientras su madre preparaba el desayuno. El olor a sopa de cacahuete impregnaba la cocina. Un pequeño pañuelo de colores vivos colgaba de su muñeca, recuerdo de su tierra, Guinea Ecuatorial. Martina se aferró a la tela, creyendo que esa conexión con su amuleto haría sonar el teléfono y una voz anunciaría la vuelta de Adela. Al ver que eso no funcionaba se sintió incapaz de contener las lágrimas.
-Ven aquí, Martina Nkem, no te quiero ver así-dijo su madre, acercándose mientras servía la comida y la abrazaba con fuerza. Con voz dulce le habló al oído. --—Tengo turno normal en el hospital, así que volveré antes de la hora de comer. Luego puedes salir con... Inés, para despejarte. Ya verás cómo todo se soluciona pronto.
Aunque solo tenía catorce años, Martina ya sabía cuidar de los demás: de su hermano, de su madre y de sus amigas. Era la que calmaba los llantos, mediaba en las peleas y se aseguraba de que nadie se metiera en líos.
Cuando las otras niñas del vecindario acompañaron a Inés hasta su casa con el rumor de la desaparición de Adela, Martina sintió una punzada de ira. No podía hablar, solo observaba los ojos llorosos de Inés, que le recordaban la noche anterior, cuando hablaron con la madre de Adela.
Quiso gritar, llorar, correr al bosque... pero permaneció quieta, intentando no escuchar las voces atropelladas de las otras niñas, que especulaban sobre lo que podría haberle pasado a Adela. Con calma, les pidió que las dejaran solas. Cuando Martina e Inés se abrazaron, el pequeño Daniel Obiang corrió hacia ellas y se agarró a sus piernas, tratando de transmitirles un poco de su fuerza.
Después de comer, Martina e Inés decidieron buscar a Adela por su cuenta, aunque sabían que pronto se organizaría una búsqueda con voluntarios de todo el pueblo.
Entraron en el bosque con la incertidumbre creciendo paso a paso en su interior. A mitad de camino, el lazo rojo de Adela colgaba de una rama, meciéndose con la brisa. Pero no parecía un simple lazo: era como flecha inquietante que indicaba el camino.
El bosque estaba silencioso, demasiado silencioso. Cada rama que crujía bajo sus pies sonaba como un grito. Martina e Inés se miraron. El aire olía a tierra mojada... y a algo más, algo indefinible que erizaba la piel.
La cueva apareció ante ellas. Un golpe de viento les golpeó la cara. Frío. Cortante. Como un susurro que decía: "No debéis estar aquí"
Avanzaron con pasos lentos. La sombra de la cueva se estiraba, engulléndolas. El tirachinas de emergencia yacía en el suelo. Martina lo recogió con manos temblorosas. Al levantar la vista, algo se movió en la penumbra.
Una figura enorme emergió de las sombras. Difusa. Amenazante. Silenciosa. Pero el terror que provocaba era casi físico: un peso sobre el pecho, un frío que calaba los huesos. El corazón les golpeaba en los oídos.
Un segundo eterno. Luego, el instinto las hizo reaccionar. Retrocedieron. Corrieron a toda prisa. Cada rama rota, cada piedra que golpeaba en sus pies, multiplicaba el pánico. El bosque parecía vivo, persiguiéndolas.
Cuando finalmente el pueblo apareció frente a ellas, apenas podían respirar. Sus piernas temblaban. Sus ojos ardían. El silencio del bosque quedó atrás, pero el miedo y la culpa aún seguían ahí.
-¡Debimos ir con ella, joder!-
gritó Martina, desesperada.
-¡Claro! ¡Y estaríamos muertas todas! -refunfuñó Inés.
-Tú con salvar el culo solita tienes suficiente. Adela tenía razón, eres una cobarde -le reprochó Martina, y dando media vuelta, se perdió por la calle principal en dirección a su casa.
Inés se cubrió los ojos con las manos y se deslizó hasta el suelo, derrotada. El eco de sus sollozos resonó por todo el pueblo, haciendo que Martina se detuviera con el corazón roto unos segundos antes de continuar su camino.
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Editado: 16.09.2025