Inés consiguió contener el llanto y decidió que era hora de volver a casa. Al intentar levantarse, tropezó con algo: el tirachinas de Adela. Quizá Martina lo había tirado al suelo, movida por la desesperación. Lo recogió y supo de inmediato lo que debía hacer.
Inés entró a la cocina con el tirachinas apretado contra el pecho, sintiendo que su corazón latía demasiado rápido. Su padre estaba sentado a la mesa, revisando unas facturas, y levantó la mirada al verla entrar con aquel gesto serio.
—Papá… —comenzó Inés con voz temblorosa—. Necesito contarte algo… del bosque y de la cueva.
Su padre dejó las facturas a un lado, frunciendo ligeramente el ceño, pero con atención.
—¿Qué pasó, Inés? —preguntó con calma, aunque su tono denotaba preocupación.
Ella respiró hondo y le entregó el tirachinas, temiendo la desaprobación.
—Estuvimos allí… con Adela y Martina. No deberíamos haber ido, lo sé. Pero… —la voz se le quebró un instante—. Fue peligroso. Y creo que ella pudo ir allí sola.
El padre tomó el tirachinas con cuidado, inspeccionándolo, y luego lo colocó frente a ella.
—Inés, no se trata solo de reglas. —Su mirada era firme, pero suave—. Es importante que digas la verdad, incluso cuando da miedo o cuando crees que podrías meterte en problemas. Ahora debemos hablar con la madre de Adela.
Inés asintió con un alivio tímido.
—Papá… ¿crees que… he hecho bien en contarlo?
—Siempre es mejor enfrentar la verdad que esconderla. —Respondió él, acariciándole el hombro—
Inés y su padre acompañaron a la madre de Adela hasta la comisaría, allí, sentada en la sala de espera pudo ver cómo le entregaban la evidencia al comisario y como la madre de su amiga rompía en llanto, seguramente al comprender la gravedad de su caso.
Al volver de comisaría , desde la ventana, Inés alcanzó a ver a Martina asomarse entre las cortinas de su casa, las cerró con brusquedad al reconocerla. Fue entonces cuando entendió que Martina seguía enfadada y que no buscarían a Adela juntas.
Inés siempre se había sentido débil y ridícula. Aunque quería mucho a sus amigas, al lado de ellas se veía pequeña, incapaz de defenderse como Adela o de tomar decisiones como Martina. Todo debía consultarlo con sus padres, que nunca dejaban de tratarla como una niña. Era la menor del grupo, la más bajita, la menos agraciada. Se veía a sí misma como una especie de madre mandona a la que nadie escuchaba. Sentía que no había intentado proteger a Adela por madurez, sino porque repetía, como un loro, las advertencias temerosas de sus padres.
Quizá, pensó con rabia, si hubiera corrido detrás de Adela cuando esta huyó enfadada, habría demostrado verdadera preocupación, en lugar de limitarse a sermonearla como si fuera una copia barata de sus progenitores.
Era evidente, que esa tarde, sus padres no la dejarían participar en la búsqueda, incapaces de confiar en su valentía le indicaron que debía quedarse en su casa y no salir de allí bajo ningún concepto. Se tumbó en la cama, hundió la cara en la almohada y odió al mundo entero, pero sobre todo a sí misma.
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Editado: 16.09.2025