La edad de aquel verano

Corazón Marchito

Mientras Inés se compadecía de su misma, el pueblo entero se movilizó. Buscaron en el río, entre los prados, en los establos. Cuando la noche cayó sobre el pueblo, los voluntarios avanzaron por el bosque con antorchas que proyectaban sombras largas y temblorosas sobre los árboles; el viento traía susurros extraños, como presencias guiando el trayecto. El barro chapoteaba bajo decenas de pies y entonces alguien señaló un objeto brillante en el suelo: la cinta roja de Adela, caída entre las hojas como un corazón marchito.

Apenas unos metros más allá, dos policías se adentraron con pasos cautelosos en la cueva, ante la mirada atenta de los que llegaban detrás. Un frío húmedo parecía escapar de su interior, y cada crujido resonaba como un eco lejano que erizaba la piel.

De pronto, un grito desgarrador atravesó la oscuridad:

-¡Aquí! ¡Es aquí!

Martina escondió la cabeza en la chaqueta de su madre, deseando que su amiga estuviera viva. Los padres de Inés se miraron pálidos, temiendo lo peor. Los sollozos de la madre de Adela, que forcejeaba con dos agentes a la entrada de la cueva, se escuchaban por todas partes, rebotando en el interior y multiplicándose, cada vez más estremecedores.

-¡Mi niña... mi niña, no... por favor! -gritaba, con la voz rota y temblorosa, mientras las sombras parecían moverse a su alrededor, como si la cueva misma llorara con ella.

Martina vió salir a los dos agentes con el rostro desencajado y aunque no entendió del todo sus expresiones supo que algo terrible le había sucedido a Adela.




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