La edad de aquel verano

La Extraña

-Papá, ¿la han encontrado?-preguntó Inés, casi abalanzándose sobre la puerta en cuanto esta se abrió.

Su padre negó con la cabeza, Inés miró a su madre en busca de alguna información más concreta pero hizo el mismo gesto. Furiosa, dio una patada al mueble de la entrada y salió corriendo hacia su habitación. Cerró el pestillo y, cuando su padre quiso entrar para consolarla, ya estaba escondida bajo el edredón, hecha un ovillo.

-No quiero hablar con nadie ahora.

Por dentro sabía que todos habían participado en la búsqueda, mientras ella se quedaba allí, muerta de impotencia, esperando una respuesta. Que se vayan todos a la mierda, pensó.

Lloró de rabia hasta quedarse dormida, agotada sobre las sábanas. A la mañana siguiente, al salir de casa, vio a Martina sentada en un bordillo de piedra. Su rostro estaba demacrado, e Inés supuso que se sentía igual que ella. Pero cuando Martina le devolvió la mirada, fue incapaz de acercarse a consolarla. En su lugar, volvió la vista al frente con los ojos encendidos, como si toda la culpa recayera sobre ella.

En ese momento su padre regresaba, saludó de lejos a Martina pero ella no contestó, entonces le ordenó que no se moviera de esa zona hasta nuevo aviso, y que antes de las siete debía estar de vuelta en casa.

Inés resopló y dio media vuelta de inmediato; al fin y al cabo, no tenía nada que hacer. Sin amigas, sin nadie con quien hablar, se limitó a observar a Martina desde la ventana del salón, intentando leer en su rostro alguna señal que le revelara lo que estaba ocurriendo. Nadie se molestaba en darle explicaciones: todos seguían tratándola como a una cría estúpida.

Durante las semanas siguientes todo continuó igual. Martina cada vez más resentida con el paso de los días, cruzaba la mirada con Inés sin pronunciar palabra, como si la culpa le hubiera robado la voz. Pero no eran sólo la culpa, o una pelea lo que le atormentaba, tenía muchos más motivos para estar así. Por otro lado, ambas temían que cualquier intento de conversación acabara en una discusión, señalándose mutuamente por ser incapaces de aceptar la realidad.

Cuando la nostalgia le apretaba el pecho hasta casi dejarla sin aire, Inés caminaba hasta la casa de Adela. Allí permanecía inmóvil, recordando, deseando entrar y abrazar a la madre de su amiga. Pero nunca se atrevía.

Fue uno de esos días cuando vio a Martina escondida tras los arbustos que bordeaban la casa de Adela. ¿Por qué se ocultaba? No entendía nada. Pasaron unos minutos y un coche, ya conocido, se detuvo frente a la puerta. De él bajó una chica mayor, rubia, con una bolsa al hombro, a su lado estaba la madre de Adela.

La joven se detuvo un instante y miró a Inés fijamente, como si quisiera decirle algo. Inés, avergonzada, bajó la mirada y la vio entrar en la casa. Martina, entonces, salió de su escondite y rodeó la vivienda por detrás hasta desaparecer.

¿Quién era esa chica? ¿Un familiar de Adela? ¿Es que acaso sus padres ya se habían olvidado de ella y buscaban reemplazarla?

Inés dio media vuelta con el corazón ardiendo de rabia. Regresó a casa con los puños apretados, pisoteando el suelo con furia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.