Lurtz le fulminaba con la mirada desde el otro lado de la gran mesa que había entre los dos. Como un padre decepcionado con un hijo rebelde, cuestionó su respuesta y montó una escena. La diferencia esencial estaba en que no era su padre, ni siquiera su padrastro, ya que lo negó cuando Wander era un niño, y se trataba de uno de los hombres más peligrosos del continente. Por algo le llamaban Puño de Sangre.
La negativa de Wander no la encajó muy bien y lo demostró rompiendo dos sillas de las seis que había alrededor de la mesa. La primera fue de manera inmediata propinándole una buena patada y rompiendo una pata. La segunda vino tras la discusión posterior, cuando Lurtz le preguntó sobre sus intenciones.
—Niega que pasa algo si quieres, pero yo voy a irme de aquí para intentar buscar una solución. —Wander no pretendía convencer a Lurtz. Tan solo buscaba una vía de escape—. Yo tampoco creo en los dioses, pero solo un necio no vería lo que pasa.
—¿Me estás diciendo que estoy ciego, niño? —cuestionó agarrando otra silla por el respaldo y lanzándola con todas sus fuerzas contra la esquina de dura roca de la habitación. La madera se astilló y rebotó en todas las direcciones—. Un ejército de lagartos ha destruido una de mis ciudades. Que no se te vuelva a pasar por la cabeza cuestionar mi juicio.
—Y aun así te niegas a aceptarlo. —Wander cruzó sus brazos y se mantuvo firme.
—Me niego a perseguir fantasmas o a que otros me digan que es lo que debo hacer —replicó poniendo las manos sobre el respaldo de la silla siguiente. Esta vez se contuvo para no romper más—. Somos la fuerza de esta nación. No perderemos el tiempo con supersticiones.
Vio esa conversación como el punto perfecto para marcharse sin problemas. Lurtz estaba muy enfadado, pero tampoco demostraba urgencia en encerrarle. Vio todo aquello como una reprimenda que iría acompañada de un castigo y una degradación y podría seguir su vida. No obstante, Lurtz no iba a permitirle salir de Corgia. Fuera como fuera debía ser rápido.
—A veces uno mismo debe hacer lo que debe hacer —anunció Wander separando los pies, listo para darse la vuelta en cualquier momento—. Romper las barreras que le impiden seguir al frente y luchar por su gente.
—Esas palabras… —musitó Lurtz levantando ambas cejar sin quitarle el ojo a Wander,
—Me las enseñaste tú —confirmó—. Para que entendiese la importancia de hacer cuanto fuera necesario por Corgia. Las odié por muchos años, pero ahora entiendo su significado. Creo que eres tú quien no lo entiende de verdad. No ver más allá de Calathra es estar ciego, aunque te moleste. Adiós, Lurtz.
Wander no esperó respuesta. Tampoco esperó para ver cómo reaccionaba su gobernador a sus palabras. Lurtz había bajado la guardia y no iba a tener más oportunidades. Salió de la habitación y camino con determinación hacia la salida. Por el pasillo caminaba un grupo de cuatro soldados, Wander los arrolló empujándoles con los hombros.
—¡Mira por dónde vas idiota! —protestó uno de ellos girándose para realizar algún gesto de desprecio.
—Apartaos de mi vista. —Wander habría estado encantado de pararse a discutir, pero tenía prisa.
—¿Qué mosca le ha picado? —comentó otro de ellos viendo como Wander se iba a paso ligero.
La puerta de la habitación de la que Wander huyó se abrió en ese instante. «Ha tardado mucho», se dijo a sí mismo pensando en que Lurtz habría salido detrás de él mucho antes. La cabeza del gobernador se asomó buscando al chico que acaba de huir, pero se topó con cuatro soldados protestando.
—¿Qué se supone que estáis haciendo inútiles? —les gritó Lurtz—. ¡Cogedle!
Los cuatro se miraron entre sí y después a Lurtz. Parecían no comprender que pasaba. Wander echó el último vistazo antes de seguir por la esquina y perderles la vista.
—¡Vamos, gandules!
El grito de Lurtz les hizo reaccionar y Wander escuchó como echaban a correr. En ese momento ya se podía considerar enemigo de la nación. En poco tiempo serían más de cuatro los que le perseguirían. Debía abandonar la fortaleza, recoger a Aluna y a Phillia y huir de Corgia. En todo caso, primero tenía que escapar. Conocía era fortaleza como el que más, si tomaba la salida principal tendría a todos encima de él.
Siguió el camino de la izquierda que se internaba todavía más. Seguía escuchando pasos a su espalda, aunque no sabría si le habrían visto tomar esa dirección. Mirar atrás tan solo era una pérdida de tiempo, así que mantuvo el ritmo hasta llegar a las cocinas. Aquel lugar era el último de esa ala del fuerte y no había escapatoria. Por tanto, haber ido allí constituía una trampa de la cual no podría salir jamás.
Wander maldijo en susurros y dio varios saltitos en el sitio de un pie a otro con la gruesa puerta de madera en la mano. Desde el otro lado del pasillo comenzaron a llegar gritos y, a juzgar por el número de voces que era capaz de distinguir, ya no eran solo cuatro soldados.
—Oh, ¡por Kudos! —se descubrió maldiciendo en voz baja invocando a un dios en el que no creía.
—¿Quién anda ahí?
Una voz chillona viajó desde lo más profundo de la cocina. Debía de tratarse de Lana, la cocinera principal del fuerte. A esa hora del día no había nada que preparar, de modo que tenía sentido que solo ella estuviera allí. Una mujer menuda apareció de detrás de una estantería de madera que almacenaba la vajilla, caminando hacia Wander a la vez que se secaba las manos con un trapo raído con un gesto compungido. Llevaba una túnica blanca desgastada con un delantal a cuadros rojos. La ropa le quedaba enorme debido a su delgadez. Su cabello, canoso, estaba recogido con destreza con un palo que habría recogido del suelo. Su cara afilada cambió la preocupación por una abierta sorpresa al descubrir a Wander en esa situación.
Editado: 15.11.2024