Antes del desembarco, lejos de la costa de Aerilon, en el bosque Dalevdis…
Los rayos del sol atravesaban con dificultad las ramas que serpenteaban y se entrelazaban entre sí de los incontables árboles que poblaban la vegetación del bosque Dalevdis. De la misma manera, no impedía a Shiron leer uno de los antiguos escritos, en concreto el que narraba la historia de Dalevdis, primer elfo creado por Azien.
Adoraba tumbarse en las gigantes ramas altas para meditar, leer o realizar cualquier tarea que implicase el mínimo esfuerzo físico. Su vida diaria estaba repleta de quehaceres que le robaban todo el tiempo, de modo que cualquier momento que pudiera robar para sí mismo era siempre bienvenido. Por su importancia para su pueblo no podía elegir siempre el mismo lugar, ni siquiera cercano al último escogido y mucho menos dar pistas sobre cuando o hacia donde se dirigía.
Su cabello de color lima se entrelazaba entre el musgo que le servía de lecho y, gracias a ello, la tiara plateada que adornaba su cabeza y no se le clavaba. A pesar de la insistencia de su madre, se negaba a vestir las túnicas ceremoniales, en especial cuando salía del poblado. Se sentía mucho más cómodo con los ropajes de tela ligeros cubiertos con armadura de cuero de los guerreros. Así evitaba dañar su vestimenta al saltar por las ramas, arrastrarse por el suelo o si alguna bestia decidía atacar.
Era un problema creciente, de hecho, después de las lluvias torrenciales, las tormentas y los posteriores incendios. En cuanto se apagaron las llamas del último surgieron toda clase de bestias feéricas que no habían visto jamás. Solían atacar de noche o en las zonas más oscuras. Gracias a que su cuerpo estaba hecho del mismo bosque, se trataba de las criaturas más sigilosas de los últimos tiempos y hasta que lo descubrieron se perdieron muchas vidas.
La excusa del peligro era lo que lograba convencer a su madre para abandonar las túnicas, pese a que era consciente de que en realidad era porque Shiron odiaba llevarlas. Era diestro en el manejo de dos espadas cortas simultáneas y también era maestro en la magia verde o magia natural. No obstante, las bestias feéricas estaban formadas por ramas de árboles, vegetación, rocas o cualquier elemento de la naturaleza, lo que las convertía en inmunes a esa clase de magia y se veían obligados a acudir al fuego o a las armas bárbaras que los humanos utilizaban para talar árboles.
—¡Príncipe Shiron!
Una voz rompió la paz del bosque y Shiron se llevó la mano a la cara. «¿Cómo narices me ha encontrado?», protestó para sí mismo para no ofender a Shimulel. Se trataba del capitán de su guardia personal. Shimulel era un elfo muy común: alto, rubio, ojos azules y grandes y muy musculoso, lo cual era lo que le diferenciaba del resto. Por lo demás, era poco hablador, directo y no soportaba las escapadas de Shiron. A fin de cuentas era el príncipe de los elfos del bosque Dalevdis.
—Shimulel —le llamó Shiron desde su rama—. Creo que ya te he dicho que cuando esté descansando me dejes en paz.
No era la primera ni iba a ser la última vez que se lo repetía. Antes de las catástrofes era capaz de escabullirse con éxito y tan solo tenía que soportar la doble bronca de Shimulel y de su madre, la reina. Sin embargo, desde que las bestias aparecieron, Shimulel, actuaba como su sombra e incluso Shiron, que se consideraba un maestro del sigilo, era incapaz de detectarle.
—Mi príncipe, siento molestarle —inició con una disculpa—, pero sabe lo peligroso que es ir solo por el bosque. Es una necedad que…
—Por Azien, Shimulel, sé defenderme solo.
—No lo dudo. —El semblante del capitán era impenetrable y no movió ni un pelo desde su posición varios metros más abajo que Shiron—. No obstante, no vengo a importunarle con una reprimenda, sino para advertirle sobre algo.
La situación se ponía interesante, aunque eso implicaba cumplir con su deber de príncipe. Resoplando, guardó el pergamino que estaba leyendo en su bandolera y se dejó caer deslizándose por la rama. Al caer realizo varias piruetas antes de agarrarse a una rama más delgada y deslizarse con su peso hasta quedar justo a dos metros delante de Shimulel. Su agilidad quedaba patente y su altura también, ya que le sacaba al menos cinco centímetros al capitán.
—¿Qué ocurre?
—Son los piratas, majestad.
Katrina y sus rufianes. Hacía más de una luna que hicieron negocios con los piratas y hasta por lo menos casi dos lunas más no debían regresar. Tenían un pacto de no agresión para comerciar y así intercambiar productos élficos por otros humanos. Shiron odiaba la raza humana como cualquier otro elfo, pero solo un idiota no sería capaz de ver que han hecho algunas cosas bien. En cualquier caso, que hubiesen vuelto tan rápido ponía en peligro ese acuerdo del que disfrutaban y que con tanta habilidad le había ocultado a su madre.
—La avaricia les va a terminar matando —terminó diciendo Shiron entrecerrando sus alargados ojos verdosos—. Reúne a todo el escuadrón. Vamos a hacerles una visita. Voy a volver a Darelial para que mi madre no sospeche. —Shiron puso su mano sobre el hombro del soldado—. Siento haberme enfadado, has hecho bien. Nos vemos aquí en un par de horas.
Shiron se movía con tanta velocidad por el bosque que muchos aseguraban que era capaz de volar. El secreto, además de una agilidad entrenada a lo largo de sus setenta y tres años, era que se apoyaba con frecuencia en su magia. Cuando no tenía donde apoyarse, generaba una rama nueva en un árbol o una liana desde una rama o cualquier elemento que le diera ventaja.
Editado: 10.12.2024