Mucho antes de la llegada de la Lë’ar. Horas después del asalto de Zaltixx y Dral’zin en la cueva Deádoras…
Todavía no lograba creer que acabara de perder sacando la ramita más corta en el juego de los palos. Aún escuchaba las burlas y las risas de sus compañeros cuando se internó en la gruta por la que el río de la cueva Deádoras desembocaba en el océano de Kyerin.
Debía andarse con mucho cuidado para lograr no caerse al pisar todas las rocas que estaban húmedas a causa del cauce del río. No era tarea fácil y apenas había lugares donde agarrarse, solo esperaba no encontrarse con las bestias que en teoría estaba buscando.
Habían pasado dos días desde que se reunieron con el grupo de granjeros del sur de Pollswin que colgaron en la taberna de Borean un cartel de caza. La temible ventisca eterna se había disipado al fin y gracias a ellos pudieron regresar Pollswin para buscar algún trabajito. Ese, en concreto, rogaba exterminar unos monstruos que estaban surgiendo desde esa misma gruta. El lugar en cuestión, era desconocido por parte de todos y las criaturas, por su descripción, encajaban como cadáveres vivientes. Lo cual hacía improbable su existencia. No obstante, la recompensa que prometían era muy elevada y Layla y su grupo acudieron los primeros para garantizársela. Además, ella misma era de origen humilde y aquellos hombres y mujeres estaban cagados de miedo. Algo en su interior la movía de algún modo a querer permitirles dormir tranquilos por la noche.
Ella era la más experimentada de todo el grupo y sabía por ello que tenía que ser la que entrase en la gruta primero. Aun así, esperaba que con sus años de pertenencia en el gremio ya pudiera pasarle esos marrones a los más novatos. Su armadura gozaba de multitud de pieles entre las que incluía la de un mamut, un dientes de sable, un guiverno y la recién incorporada capucha de piel de reptil azul forrada con piel de huargo que había matado en el bosque antes de que la ventisca finalizara al fin.
Contaría horas saltando entre piedras de un lado y al otro del río hasta que alcanzó un camino transitable que serpenteaba a la derecha del cauce. Con un terreno más liso, presumió de poder apremiar el paso. Los lugareños juraban que esas criaturas solían aparecer de noche, así que iba tranquila sabiendo que todavía sería medio día. Como si hubiera gafado su suerte, una especie de quejido provocó eco en la cueva. Layla depositó la lámpara de aceite que portaba en el suelo, descolgó su ballesta y la cargó con un virote.
Buscó en todas las direcciones el origen del ruido, solo que la oscuridad no permitía ver más allá. La luz tenue de la pequeña llama no era suficiente para mostrar lo que amenazaba la calma del lugar. Lo siguiente que escuchó era como si una persona se arrastrase por el suelo con fluidez y se enfocó al origen del sonido, hasta que, con el reflejo de la luz, vio iluminarse dos puntos amarillentos que se acercaban por momentos. Sin pretender dar tregua a la bestia, Layla disparó un virote y hasta dos más para garantizar la muerte de la criatura. Supo que había acertado porque el sonido que provocaron los virotes al clavarse era el mismo que cuando lo hacían en carne y no en roca o en tierra mojada.
Agarró la linterna, y se aproximó al sitio exacto donde había disparado. En el suelo, tumbado boca abajo, había una especie de ser humanoide, calvo y que parecía un cadáver en descomposición. Comprobó que estaba muerto y lo empujó con la ballesta para darle la vuelta. Sus ojos eran completamente blancos salvo por dos puntos negros minúsculos, en lugar de nariz se veía la cavidad nasal y tenía solo colmillos en la boca. Las orejas parecían las de un elfo y su huesudo cuerpo le provocaron ganas de vomitar.
Había consultado cientos de veces el antiguo bestiario y no tenía el recuerdo de haber visto esas bestias en él. No parecían muy peligrosas, o eso se dijo a sí misma. Antes de continuar, Layla recuperó los virotes y limpió la sangre en el río. Por alguna razón permaneció alerta en todo momento, aunque solo se escuchaba el susurro del agua corriendo. Le daba la sensación de estar entrando en la guarida de esas bestias. En cualquier caso, para eso precisamente había entrado en la gruta.
Anduvo más tiempo y la cueva continuaba ascendiendo en una pendiente no muy pronunciada. Temiendo alejarse mucho se planteó regresar y confirmar a sus compañeros la existencia de los monstruos y convencerles para ir en grupo. Habría llegado a tomar la decisión, de no ser porque en poco tiempo llegó a una grieta descomunal.
Al otro lado del río, había otra cavidad por la que pensó que podían venir aquellas criaturas, pero creyó prudente investigar primero la gran galería que se abría ante ella. Layla tuvo que saltar sobre rocas en mitad del río para conseguir avanzar sin caerse en ningún momento. Acababa de regresar a la orilla cuando una mano se aferró a ella con fuerza. Su corazón se aceleró y preparó la ballesta a tiempo para apuntar hacia abajo dispuesta a disparar a la bestia, solo que no era una criatura lo que le agarraba. Una mano de piel oscura con unos mitones de piel se aferraban a su tobillo como si su vida estuviera en juego. Siguió el brazo con la mirada y comprobó que se trataba de un hombre adulto y bastante grande.
Necesitó de toda su fuerza para mover al tipo que estaba atorado en las rocas del río. Le arrastró por la tierra de la orilla hasta sacarle por completo del agua, hizo un enorme esfuerzo por ponerle boca arriba y ahogó un grito al reconocerle.
—¡Theron! —llamó Layla al hombre que parecía muy débil.
Revisó su pulso y respiró aliviada al comprobar que podría hacer algo por él, aunque presentaba una respiración débil. Estaba empapado, de modo que encendió una buena hoguera con algo de leña que guardaba en su mochila, a sabiendas de que eso también podía llamar la atención de las bestias que trataba de encontrar. Lo acercó bien al fuego y esperó que fuera suficiente. Theron estaba cubierto de heridas realizadas con garras y también presentaba un buen golpe en su espalda.
Editado: 24.12.2024