La Efigie de Espinas

Octava Lección: Cordero de Sacrificio

El padre de Dolores dio apenas un par de pasos hacia la abuela de la muchacha, cuando un grito desesperado de la joven lo detuvo.

— ¡Perdón! —Exclamó la menor, parando el hombre y volteando hacia su hija, con el ceño fruncido y un montón de coraje atorado en la garganta—. Fue mi culpa, estaba yendo a practicar música con unos amigos, pero juro que es todo. No hice nada malo, de verdad. Sólo escuchaba como todos tocaban sus instrumentos y yo cantaba, me gusta mucho cantar y… —antes de terminar, la madre de la joven se acercó rápidamente a ella y le dio una fuerte cachetada que logró hacer que guardara silencio.

— ¡Igual eres una pecadora! Tienes prohibido ir con ellos de nuevo, ¿me escuchaste? Ni siquiera les vas a volver a hablar, y tan pronto acabe este periodo escolar, vas a salir de esa mugrosa escuela para ir a una que esté cerca de la casa. Estoy harta de tu comportamiento rebelde, promiscuo y ególatra. Tú no eres nadie, no tienes autoridad de hacer nada y mucho menos cuando vivas bajo el techo de tu padre. Debes cumplir las reglas, ¿entiendes? De lo contrario, ya no estudiarás y te dedicarás todo el tiempo a atender la casa —las amenazas de la madre fueron hechas mientras sujetaba a la hija del cabello, acercando su rostro al de ella, respirándole en la cara y llorando la pobre muchacha de dolor al escuchar lo dicho.

—Sí, madre… lo prometo —dijo a duras penas la adolescente, riendo su hermano y haciendo que su padre suspirara del enojo, tranquilizándose un poco y caminando hacia la sala.

— ¡Tráeme una cerveza, mujer! A ver si algo haces bien —Exigió el hombre, sentándose en su sofá y encendiendo el televisor, poniéndose de pie la ama de casa para ir inmediatamente al refrigerador por la bebida, gritándole el hombre que se apresurara.

Por otro lado, Lauro pasó al lado de Dolores y pisó una de sus manos que estaba en el suelo, lastimándola al girar el pie, gritando la chica y sujetándose su extremidad, ni siquiera dirigiendo su mirada al joven, mismo que la veía desde arriba sonriéndole, pasando a su habitación.

Dolores estaba ahí, sola, en medio del lugar, llorando amargamente, confrontando su realidad y tratando de buscar una manera de sobrellevarla los días siguientes hasta que pudiera ver a su maestro, a quien desgraciadamente tendría que informar que las clases acabarían de manera tajante.

Al tener sus ojos cerrados, frotándose la mano lastimada, Dolores sintió una cálida mano colocarse sobre su espalda, asustándose primero y notando que era su abuela, quien estaba al lado de la joven, cosa que le impresionó, pues la vieja difícilmente puede moverse un poco, mucho menos caminar.

Aquella acción dejó perpleja a la chica, misma que pasó a abrazar a la vieja, sujetándola pobremente ésta en sus brazos, consolándola, tratando de no hacer mucho ruido Dolores para no ser reprendida nuevamente.

—No te preocupes, hija. Recemos juntas y verás que el Creador pronto nos ayudará con estos males —las palabras de la mayor, por muy lejos de poder ayudar a la joven, la sumieron en una especie de trance. Entendía que su abuelita quería ayudarla, pero la manera en la que quería hacerlo, la única que la señora conocía, era muy de lejos una solución real.

Las lagrimas cesaron, y la chica simplemente parecía que había dejado de sentir, mientras por dentro de ella algo se había roto de manera inminente.

Sin más preámbulo, Dolores se separó de su abuela, sujetándola de los hombros y poniéndose de pie.

— ¡Vamos, abuelita! Déjame ayudarte a regresar al sofá, ¿o quieres ir a la cama? —Preguntó la joven con un tono de voz casi hueco, sin un ápice de alguna emoción distinguible.

La señora notó esto y le pidió a la chica regresarla a su silla, cosa que hizo rápidamente al sujetarla para que la vieja pudiera ponerse de pie, encaminándola hasta allá y sentándola debidamente, hincándose la chica frente a ella, cerrando sus ojos y colocando sus brazos sobre el regazo de la mayor, presionando su cabeza en ellos, uniendo sus palmas y siendo sujetada desde la cima de su cabellera por la abuela.

Los rezos comenzaron, emitidos por la anciana, resonando únicamente cerca, no llegando realmente a oídos de Lauro o su padre, pudiendo ser levemente escuchados por la madre, quien estaba en la cocina limpiando, tratando de ignorar el acto.

Los días pasaron lentos, en los cuales la chica no mostró expresión alguna, cuya mirada perdida no impresionó o mortificó a nadie, limitándose a responder de manera tajante y breve a todo lo que le decían o preguntaban, agachando su cabeza y mirada, siendo lo más cortes y sumisa posible.

Fue así todo el fin de semana de principio a fin, hasta que el inicio de un nuevo ciclo comenzó, nuevamente el primer día había llegado y Dolores abandonó la casa con múltiples regaños, advertencias y recordatorios de las consecuencias que abría si no cumplía con cada uno de los reglamentos.

Al inicio, la madre de la adolescente quería que fueran por ella al colegio, pero el padre se rehusó por mera flojera, poniéndole un ultimátum la mujer a su hija sobre la llegada a la casa. Le contaría los segundos prácticamente, así le dio a entender.

Sin pelear nada y respondiendo únicamente con monosílabos, Dolores salió de la prisión a la que llamaba «hogar» y se dirigió a clases, en donde arribó con una expresión tan apagada, que opacaba al mismísimo astro padre.

Sin mucho qué hacer, la chica se sentó en su pupitre, colocó su mochila al lado y notó su libreta de las clases de magia, misma que decidió sustraer para sujetar en sus manos, leyendo lo que había aprendido, derramando lágrimas sobre las hojas de éste, lastimosamente llorando por la perdida que tendría que ejecutar pronto, a unas cuantas horas después de clases.

No obstante, todo cambio cuando escuchó la voz de Noeh.

—Por fin recibiste tu merecido, Facilores —expresó la joven, parada al lado del marco de la puerta, viendo desde ahí a su compañera.




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