«Durante toda una vida he caminado por un sendero que mis padres me han impuesto.
He visto sólo lo que quieren que vea, comido lo que desean que ingiera, hecho lo que les gustaría que terminara y cumplido hasta el último pie de la letra con sus peticiones y reglas.
Me han enseñado a interpretar las cosas como ellos lo hacen, a pensar como gente de hace siglos lo hacía, a volverme una persona como tiempo atrás debería ser buena y perfecta.
Me han criado para ser un objeto.
¿Quién es Dolores Leal Arteaga? ¿Cómo piensa? ¿Qué le gusta hacer?
Nadie lo sabe, ni siquiera yo… Todo porque se me ha prohibido experimentar, salir a hacer lo que deseo, lo que me atrae o siento que será parte de mi ser. Todo lo que siempre he sabido, es que debo ser una persona ejemplar, y para serlo, necesito llenar un molde que me han impuesto desde que nací.
Llegué a este mundo bajo la sombra de la condena por ser mujer. Vivo oprimida por el yugo de mis padres y hermano, teniendo esperanza de no ser humillada tantas veces en un día. Siento el temor de fallar, una y otra vez, cada vez que hallo la felicidad.
¿Qué tan miserable significa ser «perfecto»?
Me estoy viendo al espejo en este momento, recordando cuando era pequeña, cómo la vida parecía más simple. La adolescencia me trajo pensamientos más acojonantes, oscuros y desastrosos. Cuando era un infante, no había esas cosas, sólo silencio. Mismo que ya no pude contener en esta etapa de mi vida.
No obstante, cada vez que hablaba, salía herida más y más. Decidí dejar de expresarme para detener aquel sufrir, en favor de estar en paz. Era todo lo que pedía, dejar de ser maltratada de una vez por todas.
Imaginé que, si me casaba con un hombre que fuera diferente a mi familia, podría ser libre de una vez. Irme a vivir lejos del país, en donde nadie me considerara un estorbo o un simple animal de cambio. ¿Cuánto más debería esperar?
Casarme, irme, divorciarme, usar mi carrera y vivir por mi cuenta. Ese era mi plan, mi amado plan. Aunque todo eso cambio cuando mis padres me revelaron que habían unos hombres que, desde que nací, fueron emparejados conmigo. Alguno de los 4 tenía desposarme, siendo ellos personas como mi familia, quienes heredarían negocios aquí en la cercanía, siéndome imposible escapar de esa manera.
Lo iba a aceptar, mi destino prediseñado por mis progenitores. Ya no quería siquiera pensar en nada más, sólo en que las cosas algún día se detendrían. Pedía tanto al Creador que me quitara la vida, que me liberara de una vez; mas los rezos jamás fueron escuchados. Al menos no por él.
Radimir Astrophet, el gran mago. Mi maestro. Mi amigo. Mi verdadera familia…
Ha sido él quien me ha abierto los ojos y dado una gran esperanza, revelandome lo que soy.
Fue mi gran maestro el que me ha enseñado a ser fuerte, a salir adelante, mostrándome un mundo maravilloso detrás de la realidad que yo consideré absoluta.
Y, a pesar de tener un miedo terrible a lo que se avecina, deberé cumplir con todas órdenes.
Me vendí para aprender magia, y no he pagado el precio. Eso pensé, hasta que me di cuenta que lo he estado haciendo. Todo lo que el maestro Radimir me aconseja, son básicamente órdenes. Sin que me de cuenta, ha estado mostrándome el camino a la felicidad, a lo que yo estoy labrando como mi senda a ser libre.
Hoy, me ha encomendado una enorme tarea, un acto de rebeldía enorme, uno que me costará la vida.
Yo sé que mis padres no resistirán esto y seguramente terminarán conmigo.
Me dejaran tan deforme que seré como mi tía Alberta: una simple esclava de mi abuelo hasta que muera, sin posibilidades de casarse por la deformidad a la que llegó al ser golpeada cuando dijo que era diferente y deseaba irse.
Mas no me importa, no tengo miedo. El maestro me dio una orden, y para continuar, debo cumplirla. Es ahora o nunca, es el día en el que volaré libre finalmente, ya sea viva o muerta».
Dolores estaba en su cuarto, sentada en su cama, con un espejo que sacó de su closet, mismo que había escondido años atrás al habérselo ganado en una rifa de la secundaria.
Se contemplaba temerosa, poniéndose de pie y caminando hasta el baño de su hogar, cerrando la puerta detrás y colocando el espejo por encima de su lavabo, donde comúnmente un objeto así debería de ir, cosa que en su hogar está prohibido.
Durante toda su vida, hay tres cosas que se le ha dicho a la chica que debe cuidar con todo lo que tiene: su expresión, su virginidad y su cabello. Pues se supone que, para sus prometidos, serían elementos importantes a considerar al momento de elegir desposarla o no.
La madre de Dolores le convenció desde pequeña que, de no tener uno de estos, nadie desearía casarse con ella sin importar qué. Cosa por la cual el cabello de la chica siempre ha mantenido su largo hasta mitad de espalda, siendo lavado y tratado con gran delicadeza desde que era incluso una bebé.
En definitiva, Dolores amaba su cabello. Lo cepillaba a diario, lo acariciaba mucho y le gustaba sentirlo alrededor de su rostro, más porque le ayudaba a ocultarlo al agachar la cabeza en momentos que se sentía amenazada, triste y deshonrada.
A la par de una respiración temerosa, y algo agitada, la chica tomó unas tijeras, agarró un mechón de su cabellera y, con lágrimas en los ojos, temblándole su brazo de momento, culminó el acto de cortarse un poco de ésta.
Dolores había cerrado los ojos, y comenzó a llorar cuando vio el largo mechón en el suelo, poniéndose de rodillas para tomarlo en sus manos y abrazarlo, gimoteando inconsolable por esto, apretando los labios y moviendo su cuerpo de atrás a adelante arrepentida; mas luego recordó cuantas veces han usado esta parte de ella para maltratarla, humillarla y ofrecerla como una simple moneda de cambio. Como más de una vez por teléfono escuchó decir a su madre «la va a amar tu hijo, tiene un cabello hermoso».