La Efigie de Espinas

Décima Quinta Lección: Compañía

Las clases en la escuela estaban cerca de comenzar. Muchos de los alumnos de la preparatoria iban casi corriendo hacia la casa de estudios, esperando que no les cerraran el portón en la cara al ya ser algo tarde en términos de puntualidad.

Por su parte, Dolores caminaba tranquila. Sabía perfectamente cuanto tiempo faltaba, y no quería apresurarse en lo más mínimo, quería contemplar el día conforme avanzaba por la banqueta que la estaba conduciendo hasta su colegio, a la par que las personas la veían extrañados, curiosos y hasta asustados, pues la sonrisa de la chica y sus buenos modales al saludar a todos no combinaba con su cabeza calva, cosa que parecía un insulto para muchas de las personas que la veían pasar.

La tachaban de loca, ridícula, inapropiada y con más improperios, mismos que la joven ignoró con firmeza en su rostro, no deteniéndose ni dejándose enganchar por esto. Muy por el contrario, parecía fortalecerle tanto desapruebo, sentía que hacia lo correcto en ir contra corriente.

Pronto, Dolores estaría cerca de la escuela, en donde sus compañeros le abrirían paso, impresionados de lo que estaban presenciando, no reconociéndola algunos, hasta que finalmente llegó con el guardia, mismo que impidió la entrada.

— ¡No puede pasar con ese cabello a la escuela! —Afirmó el hombre, deteniendo a Dolores.

— ¿Cuál cabello? Además, en el reglamente no viene nada parecido sobre el corte de las mujeres. Sólo dice que no podemos traerlo pintado de colores fantasía —Alegó la chica, haciendo pensar al señor un poco, respondiendo nuevamente.

—Usted sabe que está mal llevar el cabello así para una jovencita.

—Bueno, en ese caso: ¿Puedo llevar peluca? En el reglamento especifica que no se pueden traer pelucas a la escuela —explicó la joven, confundiendo nuevamente al señor—. Ya que no puedo traer peluca y mi cabello no va a crecer en un rato, aparte que no viene especificado que no puedo traer un corte similar, debe dejarme entrar, señor Alberto —aquello sonaba sensato para todos, pero el guardia no cedía ante su posición por más lógico que sonara el argumento de la chica.

— ¡Ésta es una escuela decente, señorita! ¡No voy a permitir que…!

— ¡Basta, Alberto! —Gritó una mujer de cabello corto y lacio, vestida con un traje sastre de pantalón y tacones no muy altos—. La chica tiene todo el derecho de entrar. Su corte no está sancionado en el reglamento. ¿O acaso no va a dejar entrar a una alumna que esté en medio de una quimioterapia? —Las palabras de la mujer dejaron atónito al hombre que había volteado en su dirección, permitiendo que entrara Dolores.

—Muchas gracias…

—Licenciada Franco Ordoñez. Soy la psicóloga de la escuela —respondió la amable mujer a Dolores, provocándole una pequeña sonrisa a la chica—. ¿Podrías acompañarme a mi oficina? —Preguntó la licenciada, invitando a Dolores a acompañarla, asintiendo la adolescente con gusto, yendo detrás de la mujer alta.

Dentro del edificio principal de la escuela en donde se hallaban la dirección y varios auditorios del colegio, en el segundo piso de éste, se encontraba la oficina de la psicóloga, misma que estaba repleta de reconocimientos y fotos de la mujer con personas importantes de su área, además de otras imágenes donde se le ve de viaje por varias partes del mundo.

La psicóloga invitó a Dolores a sentarse frente a su escritorio y no en el sofá que tiene al otro extremo de la habitación, en donde seguramente los pacientes toman lugar. La licenciada se puso en su silla general y miró a la chica con una enorme sonrisa, invitándole a tomar algunos dulces de una vasija rosada muy hermosa que estaba en la esquina del mueble que las separaba.

—Hace poco unas alumnas me dijeron que encontraron a una muchacha llorando en el baño. No sabían quién era, pero si me dijeron a qué grupo pertenecía porque la acompañaron hasta allá. Me tomé la libertad de ir con el representante de grupo para hacerle unas cuantas preguntas sobre las personas del salón en cuestión y salieron dos nombres al aire que llamaron mucho mi atención: Noeh y Dolores. Ya entrevisté a la primera, y creí que era ella quien lloraba en los baños después de ver todos los golpes que tenía en el rostro, pero a quien encontraron fue a Dolores, realmente.

—Yo soy Dolores… —dijo la joven, con la mirada en alto, orgullosa y alegre, provocando mucha felicidad en la psicóloga.

— ¡Muy bien, Dolores! ¿Me puedes contar porque te cortaste el cabello? Sé que tu familia es religiosa. Creacionista, aparentemente… Y que yo sepa, está prohibido a las mujeres de esa religión tener el cabello corto. Tú estás trasquilada —comentó la licenciada extrañada, respirando hondo la chica antes de responder, decidida en ser honesta.

—Me cansé, licenciada.

— ¿De qué? Aquí estás en confianza. Nadie puede hacerte daño y no voy a usar esta información que me vayas a dar para perjudicarte, sólo para ayudarte —aseguró la mujer, sonriéndole con emoción Dolores.

—Estaba harta de ser un objeto. De ser tratada menos que una persona. Quería librarme de todo el mal que mi familia y algunos compañeros me habían hecho durante toda mi vida. Y para hacerlo, necesitaba dar un paso grande.

— ¿Y a ti se te ocurrió esto?

—Sí, sabía que mi cabello era símbolo de ello, y por eso decidí cortármelo por completo.

— ¿Cómo reaccionaron en casa?

—Mal…—Dolores procedió a contar parte de lo sucedido, sin comentar por obvias razones, que Sarutobi la había defendido. La historia asustó un poco a la psicóloga, notando la mortificación en la alumna, por lo que pronto pidió los datos del hospital donde la madre se encontraba para verificar su bienestar pronto y así poder hablar con ella.

— ¿Estás segura que quieres estar en clase? Lo que hiciste fue muy valiente, no cualquiera se atrevería a algo así. Pero no sabemos donde podría estar tu padre, ni cómo va a avanzar este caso cuando lo denuncies. Necesitas…




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