Oficinas centrales del FBI, distrito de Columbia, Washington.
—Es un placer para mí que hayan pensado mi nombre para dirigir una unidad tan importante
—Digamos que no existe nadie mejor —dijo el director Grey frotándose las manos—. Además de sus aptitudes naturales y capacidad demostrada en el campo, cuenta con una experiencia que la mayoría mataría por tener.
—¿Señor?
—Estamos familiarizados con sus sentimientos, por así decirlo —sonrió—. Ser la pareja del criminal más letal del siglo XXI le proporciona un conocimiento que la teoría es incapaz de inculcar.
—Entiendo —soltó con la mirada hacia abajo.
—No nos malentienda agente Turner, estamos seguros de la decisión que tomamos y confiamos plenamente en usted.
—Les agradezco infinitamente la oportunidad y den por sentado que no les fallaré.
—Hablando de eso —hizo una pausa mientras llenaba su vaso—. ¿Cuándo cree que pueda asumir la responsabilidad?
—Estoy en el cuarto mes de embarazo —dijo con una sonrisa dibujada en los labios, llevando las palmas a su vientre—. Si por mí fuera, tomaría las riendas en este preciso instante pero mi doctor insiste en que debo hacer reposo.
—¡Desde luego! —exclamó el subdirector Klisman—. La licencia está más que justificada, sin embargo, es nuestro deber hacerle notar todas las posibilidades que existen.
—Creo que no comprendo.
—No es fácil decir esto pero no estamos obligados a caminar el sendero espinoso que significa traer un niño al mundo en completa soledad…
—No me gusta lo que insinúa señor —dijo poniéndose de pie, como si tuviera un resorte.
—Cálmese, tal vez malinterpretó mi consejo.
—Sea más claro entonces.
—Usted es detective de homicidios; ha visto de primera mano lo que un ser humano es capaz de hacerle a otro ¿Acaso le parece sensato, traer vida en un mundo desquiciado…
—Creo que voy a denegar su propuesta —interrumpió vehemente, ladeando la cabeza—. Me temo que deben buscar otra persona que se ajuste a sus parámetros.
—Lo que el subdirector quiere decir…
—Entendí lo que quiso decir, no soy estúpida —retrucó—. Mi hija es lo más importante del mundo y no voy a permitir que nadie, por Mandraque que sea, le haga daño jamás.
—¡Esa hija lleva la sangre de un desalmado criminal!
—Sé bien quién es su padre y también conozco bastante a su madre —retrucó—. Las personas no nacen predestinadas; cada uno forja su camino y óiganme cuando les digo que daré a mi bebé todo el amor que habita en mí para otorgarle la oportunidad de ser feliz.
—¿Y si resulta ser un espejo de Thomas Weiz?
—¿Usted es un reflejo de su padre?
—Naturalmente —dijo el director elevando su vaso como quien brinda por un encomiable recuerdo—. Fue un hombre admirable, Sargento condecorado de la guerra de Vietnam.
—¿Y era un hombre bueno, cariñoso y atento con sus hijos?
—Era estricto y justo, solo eso importa; me inculcó disciplina.
—Thomas era el hombre más disciplinado que conocí.
—Pero eso no significa que…
—¡Exacto! —interrumpió vehemente—. Nada significa nada.
—Cuando se cumplan los plazos, el puesto estará esperándola detective —dijo el subdirector ante el silencio derrotado de su superior.
—Se los agradezco. Estoy ansiosa por ser parte de esta familia; sinceramente me enorgullece.
Algo perturbada por el rumbo y el tono de la conversación, Stephanie estaba decidida a olvidar el mal trago y concentrarse en despejar la mente, hacer a un lado los asuntos que edulcoraban su tristeza, para poner así toda la energía en un presente inconmensurable, difícil de equiparar. Sin embargo, en su esfuerzo denodado por suspender o clausurar un pasado truculento, ignoraba que los planes del destino ya reservaban para ella un viaje a los confines de la cordura, una odisea a las entrañas mismas del desamor.
—¿Usted es una agente verdad? —las palabras se amontonaban en su boca.
—Algo así —respondió confundida, observando asolada a esa mujer despeinada, pálida como una hoja, con las ojeras por el piso, como si llevara días enteros sin conciliar el sueño.
—Necesito que busque a mi hijo, se lo suplico —le rogó mientras bajaban las escaleras que enseñan la salida del edificio.
—Me temo que no puedo hacerlo —se lamentó—. Estoy de licencia —dijo mostrando su pequeña pero inconfundible panza.
—Ya no sé qué hacer ni a quién recurrir —se desesperó—. Me cansé de golpear puertas y que en todos lados las cierren sin piedad en la cara. Estoy por perder el control.
—Si tiene un inconveniente debe ir a una comisaría; el Buro solo se ocupa de asuntos federales.
—Se lo suplico, solo échele un ojo —dijo ofreciéndole una carpeta tres solapadas desgarbada—. De madre a madre.