La ruta hacia Kaenalu serpenteaba entre los riscos de Elandor, bañados por la luz tenue de las tres lunas que se alzaban en el horizonte. El transporte civil avanzaba con un rumor suave, dejando atrás el brillo frío de la base militar para adentrarse en una carretera de piedra blanca, bordeada de flores azules que se abrían solo de noche, como si quisieran saludar a los viajeros. El sendero descendía en serpentinas de roca blanca. A la izquierda, paredones cubiertos de líquenes fosforescentes. A la derecha, el mar abierto: un tapiz oscuro salpicado de chispas planctónicas que se encendían al paso del oleaje, como brasas azules que alguien agitara bajo el agua. Viento tibio. Olor a sal dulce y resina. Saeko apoyó la frente en el cristal, dejando que los velos de su vestido azul respiraran la brisa que entraba por la escotilla abierta. Murmuró algo sobre cómo, en Saresh, el mar nocturno solía cantar con insectos de luz; aquí, las rocas eran el coro. Coeli la escuchó y comenzó a tararear una melodía lenta, casi infantil. A mitad del camino, Panthea —que iba en el asiento trasero, rígida— se encontró siguiendo el ritmo con los dedos sobre su rodilla vendada.
Un banco de delfines negros emergió un instante paralelo a la ruta acuática. Chirridos, espuma, destellos verdes en las aletas. Leandro señaló con el mentón. Nadie habló; todos los miraron hasta que desaparecieron en la negrura. El camino final a Kaenalu era un puente natural de basalto que cruzaba una caleta cerrada. Bajo ellos, jardines de coral plateado emitían luz propia; parecía que conducían sobre estrellas hundidas. Faroles de concha colgaban en pares, mecidos por cuerdas de fibra. Campanillas de caparazón tintineaban cada vez que el viento cambiaba.
Entonces Kaenalu apareció. Terrazas circulares talladas en el acantilado, conectadas por rampas en espiral. Casas bajas con techos de palma azulada. Pasarelas de madera suspendidas sobre pozas bioluminiscentes. Niños corriendo descalzos entre puestos de fruta marina, ancianos fumando tubos de algas, músicos tocando caracolas largas que emitían notas profundas como ballenas. Todo bañado por luz verde azul rebotada desde el agua. Leandro estacionó junto a un muelle lateral sin insignias militares. Panthea fue la primera en bajar; la capa nacarada de su vestido recogió luz de inmediato, volviéndose casi translúcida en los bordes. Un par de locales los miraron —más por la belleza de las telas que por sospecha— y siguieron con lo suyo. Buen signo. Saeko giró despacio sobre las tablas del muelle, dejando que los velos del vestido azul se abrieran en abanico. Coeli, radiante en turquesa perlado, tomó a Panthea del antebrazo con familiaridad que habría sido impensable hacía días.
—Vamos al mirador —los invito—. Dicen que, si arrojas una flor, la marea te recuerda.
Subieron por un sendero iluminado con hongos marinos incrustados en la piedra. Arriba, el mirador daba a la ensenada completa: Kaenalu abajo como un collar de luces flotando; más allá, la oscura línea del océano infinito. Coeli sacó de su cinturón una pequeña flor de espuma prensada y la dejó caer. Saeko hizo lo mismo con un pétalo azul que Panthea había colocado en su peinado. Leandro, después de fingir indiferencia, arrojó una ficha de cobre con el emblema de Aurelion. Panthea se quedó con las manos vacías…Luego desabrochó una de las flores blancas de su cola de caballo y la lanzó sin ceremonia. Las piezas flotaron, se iluminaron, y la corriente lenta empezó a llevárselas mar adentro. Nadie habló durante largo rato. Cuando finalmente bajaron de nuevo hacia la plaza, tenían el paso sincronizado sin haberlo buscado. Tal vez no eran amigos todavía. Tal vez seguían rotos. Pero esa noche en Kaenalu les dio algo que no habían tenido: un recuerdo compartido que no olía a sangre.
La noche ya había tomado por completo a Kaenalu, pero la playa estaba viva. Antorchas altas clavadas en la arena dibujaban un círculo de fuego en torno a un escenario natural hecho de piedras volcánicas y madera pulida. Grupos de isleños vestidos con faldones florales y collares de hojas tejidas danzan descalzos, sus cuerpos marcando el ritmo de los tambores huecos y las flautas de caracola. El festival de Nohi Kai, en honor a los caídos de Kaialoa, era más canto que llanto. Una despedida encendida, no un lamento. Los cuatro soldados llegaron bordeando la marea, atraídos por la música y la luz.
Coeli fue la primera en detenerse, sus ojos siguiendo a un grupo de niñas que ofrecían bandejas de frutas confitadas y pequeños dulces envueltos en hojas de palma. Una mujer mayor le extendió uno con una sonrisa sin decir palabra. Coeli lo aceptó, lo probó, y sus ojos se abrieron con una alegría infantil que pocas veces dejaba escapar. Volvió a tomar otro, esta vez para ofrecérselo a Saeko. Saeko, por su parte, había sido tomada por sorpresa por un niño que le había puesto en la muñeca una pulsera de conchas. La música se volvía más rápida, más hipnótica, y una de las bailarinas del festival la llamó con un gesto. Por un instante, dudó… pero luego, con pasos torpes, cruzó la arena para imitar los movimientos. Sus velos giraban con retardo, como espuma arrastrada por el viento. No bailaba bien. Pero reía.
Panthea se mantuvo alejada del círculo, con los brazos cruzados y la mirada fija en el horizonte. Las olas golpeaban suave, apenas espumosas, reflejando los destellos de las antorchas. Bajo la luz anaranjada, su vestido parecía líquido. Sopló el viento, y una flor blanca cayó de su peinado, rodando hasta tocar la orilla. No la recogió. Leandro la observó desde pocos pasos detrás. Tenía las manos en los bolsillos, incómodo en silencio. Había intentado acercarse a Coeli, luego a Saeko, pero algo en la expresión de Panthea lo mantenía anclado. Caminó hacia ella finalmente, sin hacer ruido. Al llegar a su lado, soltó una risa baja.