La elegida del príncipe del averno

Capítulo 2

Melisa
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Me desperté con la cabeza a punto de estallar. El dolor se expandía como descargas eléctricas por mi cráneo, y la luz que entraba por la ventana parecía cortarme la frente. Gruñí entre dientes mientras me llevaba una mano a la sien. ¿Otra vez con resaca? Juré, como tantas otras veces, que no volvería a pasarme. Mentira, claro.

No recordaba haberme quedado dormida, y mucho menos que el sofá me tragara así. Cuando intenté incorporarme, todo me dio vueltas. Me quedé sentada un momento, con la sensación de que algo raro flotaba en el ambiente.

Y entonces lo sentí. Su presencia.

No sabía si era real o fruto del licor que todavía me recorría el cuerpo, pero estaba ahí, sentada en el mismo sillón donde recordaba haberlo visto anoche. Parpadeé varias veces, entrecerrando los ojos. No tenía los lentes puestos —por último, ni sabía en dónde los había tirado—, pero lo reconocí.

—¿Otra vez tú?

Aquél chico, que recordaba muy vagamente, me miraba fijamente desde mi sillón. Los rayos que se filtraban por la ventana alcanzaban a iluminar algunas partes de su rostro, le hacía ver angelical. Parecía ser que le había sacado de una reflexión profunda en la que estaba.

—Sí, yo otra vez —respondió como con cansancio—. ¿Sorprendida?

—Eres… —no terminé de hablar, entrecerré los ojos queriendo adivinar lo que ocurría— ¿Todavía me afecta el alcohol? Pensé que te habrías evaporado como mis otras alucinaciones.

—Lamento decepcionarte, muñeca, pero, verás, no es un efecto del alcohol, soy muy real —su voz estaba llena de seguridad que me desconcertaba, pero me sentía muy adolorida para refutar—. Tan real como la migraña que tienes ahora mismo —agregó, generándome un leve escalofrío que me hizo mirarlo con seriedad—. ¿Qué ocurre? Tu jaqueca no es culpa mía. Aunque podría empeorarla.

Tomé la decisión de ponerme de pie, algo tambaleante, y fui hacia la cocina. No pensaba lidiar con el sarcasmo a esa hora.

Mi periferia todavía se distorsionaba y mi andar estaba afectado. El sudor pegado al cuerpo y el sabor agrio en la boca me recordaban la noche anterior.

Al llegar a la cocina, saqué una taza y serví lo que quedaba de esencia.

Mientras me preparaba un café como castigo, sentí su presencia detrás de mí. No hacía falta girar, la alargada sombra que proyectaba llegaba hasta mis pies, observarla me daba una extraña sensación de pesadez.

—¿Te molesta si hago una pregunta? —dijo con voz casual.
—Ya lo estás haciendo.
—¿Por qué bebes tanto?

El demonio era filósofo.

No me explicaba por qué se atrevía a querer entrometerse en ello. Por mi mente atravesaron mil formas groseras para responderle, pero las acallé todas.

—Por lo mismo que todos: para olvidar. ¿Te sirve?

—Interesante. ¿Tan acostumbrada estás a sentirte miserable?

—¿Y qué es lo que sugieres? ¿Darme terapia?

Si él era una manifestación de mi subconsciente tratando de hacerme entrar en razón, me importaba muy poco.

Sin pedir permiso, me arrebató la taza y bebió.

—Esto es repugnante —dijo, como concluyendo en algo—. Y tú más terca que un alma condenada.

Me limité a tomar una servilleta y limpiar lo que había derramado. Que le molestara mi indiferencia era justo lo que me daba un mínimo de poder.

Golpeó la taza contra la encimera y se quedó sujetándola un rato, con los dedos crispados. Apretaba un poco la mandíbula, como si intentara contener algo. Me admiraba con una mezcla extraña de fastidio y algo más.

El ambiente se volvió silencioso. Más incómodo.

—¿Si tan insoportable te parezco, por qué sigues aquí? —pregunté sin mirarlo mientras seguía limpiando.

—¿Y tú? Si crees que soy una alucinación, ¿por qué no pruebas a echarme de verdad?

Ah, perfecto.

—Vete —dije al pie de la letra, sin emoción.

Después, le di la espalda y regresé a la sala, dejándole con la palabra en la boca. Encendí el televisor. No escuché pasos, pero su voz volvió a sonar, más baja, más directa:

—Con intención, al menos —dijo—. Ni siquiera lo intentas. No crees que esté aquí.

—No, no lo hago —crucé las piernas sobre la mesa—. Eres solo un mal sueño.

En un abrir y cerrar de ojos, me quitó los pies de la mesa con un empujón. Me miró desde arriba, su rostro sombrío, su mirada helada me dejó levemente sorprendida.

—No soy un delirio —su voz tenía filo.

—Pues compórtate como algo más útil, entonces. —No dijo nada—. Mira, lo que seas —me recompuse—, o lo que yo esté imaginando que eres. No tengo energía para esto.

Otro silencio. No se movía, solo mantenía su vista fija. No con furia, ni con malicia. Más bien con desconcierto. Luego, dio un paso hacia el costado.

—Está bien, si es tu deseo. Me iré.

—Bueno, adelante.

Es cierto que esperaba un poco más de resistencia, pero yo solo quería que se quitara de allí.

Antes de que yo pudiera añadir algo más, desapareció de mi vista con una ráfaga de aire gélido recorriendo la sala.

No lo vi moverse, ni desaparecer su silueta. Solo parpadeé y ya no estaba más. Vi el lugar en donde había estado de pie antes, sintiéndome rara a la vez que aliviada por que la situación terminara. Sentía el peso de la conversación disolviéndose, ¿sería posible que de verdad me estaba enloqueciendo?




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