La elegida del príncipe del averno

Capítulo 3

Azazel
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Por supuesto que no me marché. ¿Y dejar que su indiferencia se burlara de mí?

Ridículo.

Me quedé oculto entre los árboles, fundido con la sombra, observando su casa como si fuera una jaula de cristal. Cada rincón era visible para mí. Cada gesto. Cada respiro. Incluso si hubiese mirado hacia afuera, jamás me habría visto. No porque usara mis poderes. No hacía falta. Ella simplemente se negaba a verme.

Una ironía despreciable.

Reí con sequedad. Una risa hueca. Vacía.

Las mortales solían temblar cuando me veían, sus corazones latían acelerados hasta desgarrarse del miedo que yo despertaba en ellas… o el deseo. Sin excepción. Pero esta me había mirado como si no existiera. Eso era absurdo, quién se creía.

La idea de haberme equivocado me cruzó la mente como una daga, y mi orgullo chilló al rechazarla. No. Imposible. Yo no me equivoco.

Me moví con impaciencia sobre la rama, el tronco áspero contra mi espalda. No iba a marcharme. Iba a observarla. Entenderla. Diseccionar cada uno de sus movimientos hasta que cayera la noch. Quería entender su ambiente natural, era una criatura en su patética madriguera iluminada.

El día murió y con él mis esperanzas de que algo interesante hiciera la frágil criatura.

Cuando cayó la noche, ella seguía siendo igual de irritante. Su rutina era predecible, aburrida. Caminaba como un espectro. Y finalmente, se acostó, aferrada a una almohada como si le sirviera de escudo.

Dormía profundamente, tan serena. Permanecía entera, intacta. Sin sobresaltos. Sin miedo. Esa paz era una provocación.

Mis dedos se crisparon. Una mortal insignificante que ahora tenía la capacidad de sacarme de quicio incluso sin estar consciente.

Ni una sola expresión de molestia rozaba su rostro, no tenía pesadillas. Era totalmente ajena al hecho de que estaba siendo vigilada.

La parte más cruda de mí tenía la necesidad voraz de conceder mis deseos. Que las paredes se resquebrajaran, que el techo se viniera abajo y le partiera los huesos. Imaginé su rostro desfigurado por el pánico, la sangre reemplazando al verde de sus ojos, los gritos ahogados bajo el concreto y el polvo.

Podría hacerlo. En segundos. Bastaba con desearlo. Sólo para que supiera que no tenía derecho de dormir tan pacíficamente.

Pero no lo hice.

Pero la otra parte, la racional, me mantuvo quieto e intentaba apagar la rabia.

Me obligué a apartar la vista, me estaba provocando yo mismo y lamentaba tanto no poder cumplirlo.

Con esa imagen en mente, la miré por última vez. Sus facciones seguían relajadas bajo la calidez de su espacio. Le advertí sin que pudiera oírme, que durmiera bien. Solo mientras tanto. Para mañana se volvería imposible.

Entonces la noche se desvaneció sin sobresaltos, y yo me alejé por fin, dejando atrás su pequeño refugio con la mente llena de ruido. Claramente no estaba satisfecho. No todavìa.

Y por eso, cuando volvió a salir a la calle a la mañana siguiente, la seguí.

La mortalcita trabajaba en una heladería con el ridículo nombre de Fresde. Un nombre tan insípido como su uniforme color pastel. La seguí durante todo el trayecto sin que se diera cuenta. Comenzó caminando con prisa y terminó corriendo. Se le hacía tarde.

Mientras avanzábamos, me deslicé dentro de su mente. Una exploración suave, apenas perceptible. Vi recuerdos. Fragmentos. Una abuela muerta que le había dejado estudios pagados y una familia a la que apenas soportaba. El desprecio era mutuo. Esa herida era profunda, suficiente para alimentar a más de un demonio menor. Me pregunté si ella lo sabía, si entendía que ese veneno ya la estaba transformando.

Después de haber llegado a su puesto, permanecí oculto entre las sombras sin que ella supiera. El local estaba casi vacío. Me quedé en una esquina, invisible, recostado contra la pared como una sombra. Esperé pacientemente hasta ver al último cliente del turno, irse. Ella se agachó a revisar el sistema, contar el dinero, sola y concentrada. Perfecto.

Me acerqué, dejando que mis pasos retumbaran contra el suelo de baldosa. Acomodé el cuello de mi abrigo mientras aparecía frente a ella, apoyando el peso de mi cuerpo sobre el mostrador.

Su expresión no tenía precio.Soltó un grito ahogado y se quedó paralizada, con los billetes suspendidos entre los dedos. Me regocijé por dentro, por fin estaba teniendo la reacción que buscaba.

—Q-qué —tartamudeó—. ¿Tú qué haces aquí?

Dejó el dinero de vuelta en la caja y la cerró de golpe. Sonreí.

—Vine a ver cómo vas con este aburrido trabajo tuyo.

Se quedó en silencio, su mirada se aferró a la mía. Su lógica estaba tratando de darle una explicación pero parecía haberla abandonado.

—¿Qué ocurre? ¿Te comieron la lengua los helados?

Su mente estaba hecha un nudo, lo pude notar. Trató de reaccionar, pero empezó a retroceder, buscando distancia.

Luego, gritó el nombre de su compañera sin dejar de mirarme. Era obvio, ya no podía apartar la vista de mí ni un segundo. No sabía si por miedo o porque la había engatusado. Tal vez ambas.

— ¡Amy!

Otra chica asomó la cabeza desde el almacén.

—¿Sí? Dime.

La miró con vacilación antes de hablar.

—¿Podrías… —se detuvo, todavía dudosa— atender al cliente un monento? Tengo que hacer una cosa.

Amy frunció el ceño, la estaba mirando con desconfianza, sin entender lo que le pasaba.

—¿Qué cliente?

Melisa me miró. Por supuesto que yo no podía estar pasándola mejor.

—No, no es nada —le dijo nerviosa—. Es que ayer tomé unas copas, y creo que aún estoy aturdida. Perdón.

Sonreí y deslicé un dedo por su brazo.

—Sí, estás muy aturdida —susurré.

Ella se estremeció. Amy notó su reacción.

—¿Segura que estás bien, Mel? Si quieres, puedo decirle a la jefa que tomes uno de tus días de descanso.

—Estoy bien. No digas nada, por favor.

—¿Segura? —preguntó para asegurarse, pero Melisa seguía negándose.




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