La élite

1.1

Me froté los ojos con la esperanza de que la escena ante mí fuera otra alucinación provocada por la porquería que me habían echado en la copa. En vano. Tenía que recomponerme. Huir de allí con todas mis fuerzas antes de que me vieran; quizá así habría evitado un montón de problemas. Pero mi cuerpo no me obedecía: las piernas me pesaban como algodón y no lograba incorporarme. Cuando por fin lo conseguí, hice tanto ruido que era imposible pasar desapercibida.

Dominik Soliar se había desprendido de la chica que resultó ser la joven esposa de su padre. No podía creer lo que veía. Aquella rubia de cabellos de oro era la imagen misma de todas las pancartas electorales del señor Soliar: fundadora de una ONG, lista, hermosa y el ejemplo de las buenas maneras. ¿Cómo encajaba en ese retrato la traición con su hijastro? ¿Qué clase de monstruosidad era esa? De pronto me entró náuseas por otra cosa.

Ella tenía treinta y cinco años, él veinte. Nada ilegal, a simple vista. Pero pensar que esa mujer compartía la cama con dos hombres de la misma familia… para esas perversiones debería haber un caldero aparte en el infierno. ¿Y Ník? ¿De verdad le venía bien aquello? Forcé mi mirada fuera de los cuerpos desnudos y la clavé en un armario repleto de trofeos de oro y plata. ¿Sería la madrastra otra victoria añadida a la colección de Ník? Pero él tenía que saber que por seducir a una mujer madura no se dan trofeos.

—¡Ník, nos ha visto! —chilló la rubia—.

En vez de salvar mi pellejo, lo único que hice fue intentar recordar su nombre. Aquella familia era el tema de conversación de mi casa constantemente; sabía más sobre los Soliar que sobre mí misma.

Dominik se enfundó los jeans con prisas y se lanzó de la cama. Le arrojó a la madrastra una sábana de seda para que se tapara.

—¡Diana! —recordé entonces y me firmé la sentencia de muerte. Idiota. Tenía que haber huido. El instinto de supervivencia dormía profundamente.

El chico se detuvo a un paso de mí, respirando con dificultad, y me clavó una mirada que lo decía todo. Me miraba con tal odio que parecía que yo era la causa de todos sus problemas. ¿Qué problemas podía tener? La vida de los Soliar era la envidia de cualquiera.

—Joder —escupió—. Es Skadovska.

—¿Y qué? —no entendió su amante.

—¡Skadovska! —repitió—. ¿No te suena ese apellido?

El rostro de Diana se iluminó con comprensión. Se agarró la sábana con las uñas y apretó los labios hasta que quedaron en una línea tan fina como un hilo.

—Si le cuenta a su viejo… —murmuró.

Parpadeé de forma tonta y observé el drama desarrollarse frente a mí. Era mejor que cualquier serie o montaje teatral: me sentía, por un momento, espectadora de algo que no me ocurría realmente.

—Dale dinero —sugirió alguien.

Eso fue desagradable. ¿Por qué todo el mundo asumía que podían comprarme? Qué primitivo.

Negué con la cabeza.

—No quiero su dinero —le dije a Ník, mirándolo a la cara—. ¿Creen que todo se compra? Compren conciencia, si pueden… Qué asco. Qué asco ver lo que ocurre tras el telón de la imagen perfecta. Pensé que solo mi familia mentía, pero ustedes… ustedes son un nido aún peor.

Ník pareció enloquecer. Dio un paso hacia mí, con una mano me sujetó contra la puerta y con la otra me agarró del cuello. Solo entonces comprendí que aquello no era una broma. El corazón me latía con fuerza; oía sus golpes en mis oídos. Tuve miedo de verdad.

—Cállate, basura —susurró, inclinándose sobre mí.

—¿O qué? —baleé, inhalando aire con dificultad.

—Te destruiré.

Por alguna razón me dio risa. Risa de verdad. ¿Que iba a destruirme? Si aquel saco de mierda supiera todo lo que me había tocado pasar, ni siquiera se atrevería a amenazarme. Tengo una inmunidad natural a los bastardos.

De pronto Dominik sacó el móvil del bolsillo y encendió la linterna para apuntármela a los ojos.

—Está colocada —dijo, estirando los labios en una sonrisa depredadora—. Pupilas como monedas.

—¿Y si se despierta y se olvida de todo? —propuso Diana.

—¿Y si no?

Crucé los brazos, negando cualquier implicación con drogas. Jamás en la vida me había acercado a esa porquería y no iba a empezar.

—Tengo que irme —dije, escurriéndome de la mano de Ník—. Me siento mal… no me encuentro bien.

—No te vas a ir —tronó él.

Entonces supo que estaba en peligro real. Tal vez mis emociones estaban a flor de piel, pero en aquel instante me pareció que Ník y su madrastra podían romperme el cuello sin pestañear. ¿Por qué no deshacerse ahí mismo de una testigo incómoda?

No quería morir. No de esa manera.

Agarré lo primero que tuve a mano —creo que una lámpara— y se la lancé a Ník con todas mis fuerzas. Para un fornido jugador de baloncesto no fue suficiente para derribarlo, pero dejó una marca en su rostro impoluto: una profunda raja en la sien que comenzó a sangrar de inmediato.

Ese golpe me compró tiempo. Entre los gritos y las maldiciones de Diana, salí corriendo al pasillo.




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