La élite

2.

Un mes después.

Nick

Me quité la camiseta empapada en sudor y la lancé al cesto, intentando ignorar las miradas de reojo de los chicos mientras me dejaba caer en el banco del vestuario. Derrota. ¿Y contra quién? ¡Contra esos idiotas del equipo regional! Teníamos que haberlos aplastado con los ojos cerrados. De hecho, así había sido durante los últimos cinco años. Pero esta vez no. Tantas horas de entrenamiento, tanto esfuerzo inútil… todo para nada.

—¡¡Soliar!! —rugió el entrenador, irrumpiendo en la sala como un oso enfadado. Todo el equipo desapareció en un instante, para no ser el blanco de su furia. A mí me daba igual. Me sentía tan hecho polvo que ni siquiera tenía ganas de moverme.

—¿Qué demonios te pasa? ¡Has fallado todos los pases! Si no fuera por tus resultados en los partidos anteriores, ya te habría sustituido sin pensarlo dos veces.

—No lo creo —dije, sin levantar la vista. Sabía que la culpa era mía, pero no soportaba las broncas. Bastante tenía con las que recibía en casa.

—¿Ah, no? —bufó.

—No. Vas a mantenerme en el equipo —tomé la botella de agua que estaba bajo el banco y bebí un par de tragos—. Y no solo eso, seguiré siendo el capitán.

—¿Y de dónde sacas tanta seguridad?

—Es simple. Hay que ser idiota para morder la mano que te da de comer.

El entrenador resopló por la nariz. Seguro que, en su cabeza, ya me estaba despedazando.

—¿De verdad crees que te tengo aquí solo por dinero? Hoy tu familia financia este complejo deportivo, pero mañana podría hacerlo cualquiera. Si nos cierran, me llevo al equipo y entrenamos en el gimnasio de la escuela del barrio. Los uniformes, los balones nuevos, el equipamiento… todo eso es solo fachada. Nos ganamos el nombre con trabajo duro, no con el dinero de los gobernadores.

—Y aun así, te compraste coche nuevo justo cuando entré en el equipo.

—Hablas como si intentaras convencerte de que no vales nada. Nick, siempre te esforzaste más que los demás. Eres el capitán porque te lo ganaste —su voz bajó un poco—. Antes tenías motivación. Pero ahora…

—¿Entonces ya no soy el capitán?

—Por ahora sí. Pero si no cambias, te mando al banquillo. ¿Entendido?

Guardé silencio. Como si me gustara perder. El baloncesto era lo único en lo que me sentía realmente seguro. Hasta hoy.

—Ajá.

—¡No te oigo! —gruñó, inclinándose sobre mí.

—Entendido. Lo siento, me voy a esforzar.

—Te doy una última oportunidad, porque…

No terminó la frase. La puerta se abrió y apareció mi padre en el umbral. Perfecto. Justo el imbécil que faltaba. El entrenador cambió de expresión en un segundo. La furia se esfumó y fue reemplazada por culpa. Ni de broma se atrevería a echarme. Por mucho que gritara, tipos como él preferían cortarse la mano antes que hacer algo que molestara a mi viejo.

—Te espero en el coche —dijo mi padre sin siquiera mirarme—. Date prisa, ya llegamos tarde.

Su decepción se sentía sin necesidad de palabras. ¿Cómo me atrevía a no estar a la altura? Lo había avergonzado con mi juego mediocre. Ahora no tendría nada de qué presumir en su próxima entrevista con los periodistas o los dichosos influencers. “Mi hijo tiene que ser el mejor en todo.” Esa frase me perseguía desde niño. Sonaba como una condena. Me habían puesto el listón y, quisiera o no, tenía que mantenerme arriba para no manchar el apellido.

Me di una ducha rápida y me cambié. Parecía un idiota entre los demás, con camisa y chaqueta en plena sala de entrenamiento.

—¿Tienes una cita o qué? —preguntó Den, asomando la cabeza por la puerta de su taquilla. Estaba completamente desnudo y, por supuesto, no se molestaba en cubrirse. Seguro que esperaba impresionar a las animadoras, si alguna “por accidente” se equivocaba de puerta otra vez.

—Una cita… con la familia.

—Eso suena fatal.

—Preferiría recoger calcetines sucios aquí antes que asistir a esa pantomima.

—Bueno, si tu meta es recoger calcetines, vas por buen camino. Con el partido que hiciste, no te queda otra.

Le lancé la botella vacía. Si lo hubiera dicho otro, ya le habría roto la nariz. Pero Den tenía ese privilegio: el de ser mi mejor amigo.

—Voy a mejorar. Es solo que…

Me callé. Ni siquiera yo sabía cómo explicar mi fracaso. Desde el día en que atropellaron a Stef, todo mi mundo se vino abajo. Nadie descubrió lo de Diana y yo, pero el precio fue demasiado alto. No podía con el peso de todo eso. Pensé que sí, pero era más débil de lo que creía.

—Solo fue un mal día —concluyó Den por mí.

—Sí, supongo… Me voy.

—Dale.

Colgué la bolsa con la ropa limpia al hombro y salí a la calle. Me mantuve en la sombra, evitando cruzarme con conocidos. No quería escuchar sus consuelos inútiles.

—Si hubiera sabido cómo acabaría el partido, no habría perdido mi tiempo —soltó mi padre cuando me senté en el coche.

—La próxima vez no vengas —me encogí de hombros—. Ah, cierto. Si no fuera porque Liza te lo pide, ni aparecerías.

En el asiento trasero se movió mi hermana pequeña, la única luz en el infierno familiar.

—¡A mí sí me gustó el partido! —dijo con entusiasmo—. Ganar no es lo más importante.

—Esa frase la inventaron los perdedores —replicó mi padre con desprecio—. ¿Acaso crees que Dominic es un perdedor?

—No…

—Yo tampoco, pero empiezo a dudar de ti.

Me giré hacia la ventana para no ver su cara. Ya no recordaba cuándo empezó mi odio hacia él, pero cada año crecía un poco más. Antes, al menos, mi hermana podía disfrutar de su infancia sin su presión constante. Ahora, él también la estaba aplastando con su exigencia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.