Avancé por el pasillo tan rápido como me lo permitía mi estado. Tenía que apoyarme en la pared, porque la cabeza me daba vueltas horriblemente. Alcancé las escaleras sin estar del todo segura de si realmente subía por ellas. Maldita mansión, era tan enorme que perderse en ella no requería esfuerzo. Pero ahora había gente alrededor. Por primera vez me alegré de ver una multitud: con testigos cerca, seguro que no se atreverían a hacerme nada.
—Perdón —empujé al chico que tenía delante, derramando la cerveza de sus manos—. Lo siento…
—¡Fíjate por dónde vas! —me gritó a mis espaldas.
La casa se había convertido en un verdadero laberinto. Tardé en orientarme y entender hacia dónde estaba la salida. De una habitación llena de gente pasaba a otra igual. En un momento dado, me di cuenta de que estaba dando vueltas en círculo. No quería llamar la atención, pero la gente ya empezaba a mirarme. Tal vez lo hacían por mi aspecto: pálida, empapada en sudor, el pelo revuelto y pegado al cuello.
Por fin salí a la calle. En esos pocos minutos que había pasado dentro, la cantidad de gente había aumentado aún más. O quizá había estado mucho más tiempo en el dormitorio de Nick de lo que pensaba. El tiempo, como todo lo demás, se sentía extraño... como un sueño tonto y sin fin.
Necesitaba ayuda. Dima debía de estar divirtiéndose en algún sitio cercano. Me giré esperando verlo, pero todas las personas se habían convertido en una masa uniforme, sin rostro. Saqué el teléfono y, entrecerrando los ojos por la luz, marqué su número. Nada. Los tonos sonaban eternos hasta que el contestador me robó la esperanza.
—Vaya amigo… —murmuré, guardando el móvil en el bolsillo—. No más fiestas, nunca más.
De pronto, alguien me sujetó con fuerza del codo. Me giré y me encontré cara a cara con Nick. Se las había arreglado para vestirse, y la herida la ocultaba bajo una gorra negra.
—¿Pensabas irte sin despedirte?
—Suéltame.
—Vuelve a la casa. Hablemos como personas civilizadas.
—¿Civilizadas? —bufé—. ¿No eras tú el que intentó estrangularme hace un momento? Idiota.
Le arranqué el brazo de encima y eché a correr. Hacia la carretera, con la esperanza de encontrar un taxi y volver a casa. No pensé en algo obvio: la mansión de los Soliar estaba fuera de la ciudad, rodeada por bosque y un lago. ¿Qué tráfico esperaba encontrar allí?
Aceleré el paso, decidida a llegar hasta la autopista. Nick no me siguió, y por un instante me relajé, creyendo que había conseguido escapar.
Me sentía fatal. Apenas podía mover las piernas. Creía andar por el arcén, pero en realidad caminaba por el centro del asfalto. No sabía hacia dónde me dirigía, ni siquiera dónde estaba. Tenía sed.
Y entonces ocurrió lo que, visto mi estado, era inevitable. Una luz brillante me cegó. Un coche tocó el claxon con un sonido ensordecedor, justo junto a mi oído. No tuve tiempo de reaccionar ni de apartarme. Me quedé paralizada, como un ciervo en mitad de la carretera, mirando fijamente el parachoques del todoterreno que se lanzaba contra mí a toda velocidad.
El golpe. Salí despedida. Otro golpe. No sentí dolor. Ni miedo. Era como si mis sentidos se hubieran apagado. La sangre me corría por la cara, pero mi cuerpo no respondía. Tal vez era el shock, o una descarga brutal de adrenalina, pero agradecí que mi cuerpo no me hiciera retorcerme de dolor.
Quedé tendida en medio de la carretera, simplemente esperando. El conductor que me había atropellado desapareció. El silencio que siguió fue sepulcral. No podía moverme ni hablar; la voz me había abandonado.
Al fin, alguien me vio. Un coche se detuvo a poca distancia. Bajaron dos personas. Hice un esfuerzo sobrehumano por dar alguna señal de vida, pero eso consumió lo último que me quedaba. Los ojos se me cerraron, y levantarlos otra vez resultó imposible.
—¿Está muerta? —preguntó Diana. Lo juro, era su voz.
—No lo sé. ¿Quieres que lo compruebe?
Nick se agachó junto a mí. O quizá solo se inclinó. Da igual; estaba muy cerca. Sentía su respiración y deseaba que él notara la mía.
—No, no la toques. Deberíamos irnos antes de que alguien nos vea.
—¿Quieres dejar a Skadovska aquí?
—¿Quieres que nos involucren en esto? Una drogadicta atropellada en la carretera… que su familia y el conductor distraído se encarguen de las culpas.
—Tal vez…
—Es lo mejor. Vámonos. ¡Ya!
—De acuerdo.
Las voces se apagaron. De nuevo, la soledad. En mi mente nublada, empecé a contar los minutos que me quedaban de vida. Qué pena… Pensé que sería más larga. Le había prometido a mamá que llegaría lejos, y al final ni siquiera viviría para recibir el diploma. Todo se había vuelto a torcer.