La élite

6.1

Verónica resultó ser una buena chica. Sabía exactamente qué hacer y no necesitaba ninguna pista. En cuanto nos detuvimos en el aparcamiento, se subió a mis rodillas y empezó a desabrocharme el cinturón de los vaqueros. Me gustaba cómo olían sus labios. Algo dulce, como frambuesa… Me recosté en el asiento y cerré los ojos, dejándole tomar la iniciativa. En realidad, no tenía ningunas ganas de esforzarme por una desconocida cualquiera. Bastante tenía con que ella disfrutara del subidón de autoestima. No a todas les toca la oportunidad de ganarse mi atención, que se sienta orgullosa.

Un par de veces intentó interrumpirnos Den. Llamaba al móvil como si se estuviera acabando el mundo. Tuve que acelerar para poder devolverle la llamada. Puede que sea un cabrón, pero hablar por teléfono mientras una chica desnuda salta encima de mí ya es demasiado. Hay que mantener al menos algunas reglas de buena educación. Al menos hasta que ella termine.

—Bien hecho —le besé el cuello a Verónica y la aparté suavemente—. Me tengo que ir… ¿Sabrás volver a casa?

Por un instante frunció el ceño, ofendida; pero entendió enseguida que conmigo eso no funcionaba y recuperó la compostura. Asomó la cabeza por la ventana.

—¿Dónde estamos siquiera?

—Míralo en el GPS cuando pidas un taxi. ¿Quieres que te dé dinero?

—No.

Me incliné sobre ella y abrí la puerta del pasajero.

—Nos vemos.

No se movió de inmediato. Empezó a retorcerse las manos, como si buscara excusas para quedarse un poco más.

—¿No quieres apuntar mi número? —preguntó, pestañeando con inocencia forzada.

—Sí… claro.

Me dictó una serie de cifras que ni siquiera guardé. No iba a necesitarlas.

—Entonces… —ya no le quedaban pretextos—. ¿Me voy?

—Anda.

Apenas se bajó, cerré la puerta de golpe, encendí el motor y salí a la carretera sin mirar atrás. Solo entonces llamé a Den.

—¿Qué querías? Estaba un poco ocupado.

—Compra algo de comida. El refri está vacío y siento un agujero negro en el estómago… Voy a morir.

—Hermano, estoy en la ruina. Con mis finanzas actuales no puedo comprarme ni un café.

—¿Tan mal?

—Peor.

—Vale… pediré pizza. ¿Cuál quieres?

—La que sea. Gracias.

Jamás pensé que llegaría a preocuparme por no tener dinero. Era desconcertante. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Arrastrarme ante mi padre pidiendo perdón? Ni loco. ¿Llamar a mi madre? Ella me ayudaría, pero… ¿y mi orgullo herido? Tendría que buscar trabajo.

Llegué a casa de Den. Dejé el coche en la calle y me acerqué a la puerta. Sus padres salieron justo entonces; seguramente estaban de paso. Eran la única pareja que conocía que seguía junta después de tantos años.

La señora Lutsenko tiró del brazo de su marido, asentando hacia mí. Apostaría a que pensaba algo tipo: “otra vez este idiota en nuestra casa”. Desde que tengo memoria, no les gustaba nuestra amistad. Creían que tarde o temprano el niño rico arrastraría a su hijo a un problema serio. Ingenuos. La mitad de los líos de los que tuve que sacarlo eran culpa del propio Den.

—Dominic —dijo el señor Lutsenko—. Ven un momento.

Di un paso hacia él y extendí la mano. Me la estrechó sin entusiasmo.

—No podemos negarte la entrada si Den ya te dio permiso para quedarte. Pero… que conste que no estarán sin supervisión. Vendremos de vez en cuando para comprobar que todo está en orden.

—Gracias por la hospitalidad —respondí.

—No queremos problemas. Si el escándalo que te rodea llega hasta aquí…

—No se preocupen, solo estaré unos días.

La cabeza de Den apareció por la ventana.

—¡Mamá, por favor! No lo agobies. Nick ya tiene suficientes problemas en casa.

Qué amable, recordármelo…

—Nos vamos, hijo. Compórtense de modo que no tengamos que avergonzarnos.

—Como siempre —mintió Den.

Por fin me dejaron entrar. Me dejé caer en el sofá y solté un suspiro cansado. Pensé que podría descansar un poco, pero Den no tardó en atacarme con preguntas:

—¡Habla ya, me muero de curiosidad!

—¿Qué?

—¿De verdad te acostaste con Diana? ¡¿Con tu madrastra?!

Lo miré.

—¿Tú te negarías si tuvieras semejante oportunidad?

—¿Bromeas? Yo le vendería el alma al diablo solo por tocarle las tetas —rió, y yo sentí cierto alivio. Sabía que él no me juzgaría—. ¿Y qué tal es?

—Bien.

—¿Qué significa “bien”? ¿Detalles? ¿Cuántas veces? ¿Dónde?

—Sin detalles. No quiero hablar del tema… Lo nuestro fue una estupidez.

—Pero vaya recuerdo —dijo, poniendo los ojos en blanco de manera soñadora. Preferí no imaginar lo que rondaba por su mente—. ¿Y te echaron?

—Se puede decir que sí. Y todo por culpa de la maldita Skadovska… Si esa drogadicta no se hubiera colado en nuestro cuarto… Y encima se hace la víctima.

Den tomó aire, se apartó hacia la otra esquina de la habitación y bajó la mirada, incómodo.

—Mira, hermano… Leí su publicación varias veces. Lo de la droga en el champán… es verdad.

—¿Cómo podría haberla allí?

—Quería que todos se relajaran… y añadí un poco por mi cuenta. ¿Quién iba a imaginar que la cosa se saldría de control así?

Sentí como si me golpearan en la cabeza.

—¿Estás diciendo que trajiste drogas a mi casa? —En ese momento estuve a punto de matarlo—. ¿Estás loco?

—Bueno… Podría haber callado, pero lo confesé.

—¡Gracias, de verdad! —escupí con rabia. Me levanté y caminé hacia la puerta. Una cosa es que me sabotee la hija del rival de mi padre… pero que lo haga mi mejor amigo… No quería ver su cara ni un segundo más.

Den bloqueó el pasillo.

—Venga ya, cálmate. Siento muchísimo que todo saliera así —gemía—. Haré lo que sea para compensarlo. ¡Lo que sea!

—No tienes nada que ofrecer.

—En realidad, yo sí tengo casa. Y pizza. Eso ya es algo —entrecerró los ojos—. Oye, ¿y eso que tienes ahí? ¿Fue tu padre?

—¿Qué? —no entendí.

Desapareció un momento y volvió con un espejo. Solo entonces noté que tenía inflamada la parte izquierda del cuello después del ataque de ese idiota. Con el odio que llevaba encima, ni lo había sentido.




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