Me costó muchísimo fingir que todo estaba bien. No soy de las que ocultan lo que sienten. Siempre creí que era mejor decir las cosas directamente que guardar el veneno por dentro. Pero eso era antes. Ahora tocaba jugar según otras reglas. Mis compañeras de viaje eran la mentira, la astucia, la traición y la conspiración constante contra mis enemigos. Tenía que ocultar mi rabia, porque si no, ni del coche me dejarían bajar.
Lo mío con Nick era ridículamente complicado. Estábamos tan hundidos en el odio mutuo, que ya no se entendía quién se vengaba de quién, ni quién empezó esta guerra: él, cuando decidió no salvarme tras el accidente, o yo, cuando revelé los sucios detalles de su vida personal.
—¡Que tengas un buen día! —dijo tío Sasha al despedirse—. Me llamas cuando quieras que pase a recogerte.
—Vale.
Entré en el campus. Rezaba mentalmente para que Solyar hubiera venido hoy a clase. Su alteza real no se dignaba a asistir todos los días. Para no buscar una aguja en un pajar, fui directamente al edificio donde estudiaban los futuros diplomáticos y políticos.
Me detuve frente al horario del cuarto curso, sin saber en qué grupo estaba Nick.
—¿Necesitas ayuda? —escuché una voz a mis espaldas.
Al girarme, vi a una chica con un cabello rojo fuego. Bonita, parecía una princesa de cuentos nórdicos. Lástima del exceso de maquillaje y la ropa provocativa, que arruinaban la imagen.
—Sí… Estoy buscando a Dominic Solyar.
Me escaneó con la mirada y frunció los labios.
—Ah… ¿eres tú?
—¿Nos conocemos?
—Por suerte, no —bufó, como si hubiera hecho una pregunta tonta—. Pero soy bastante cercana a Nick.
—Perfecto, entonces sabrás dónde está.
Encogió los hombros.
—Hoy aún no lo he visto. Pero su coche está en el aparcamiento, así que debe de estar en algún lugar del campus.
Me acerqué a la ventana y corrí las persianas. Había al menos una veintena de coches caros. Al fin y al cabo, aquí no se usa otra cosa. Me hizo gracia recordar que el primer día de clase quise venir en autobús…
—¿Cuál es el suyo?
—¿Para qué lo quieres?
—Solo dime —suspiré.
—El Audi negro —señaló el coche más alejado—. Ese.
—Gracias.
Sabía lo que tenía que hacer. Gritos, lágrimas o palabras no resolverían nada. Pero crearle problemas a Nick… eso sí podía. Y me daba igual si eso se volvía en mi contra.
—Después de todo lo que hiciste, ¡ni siquiera querrá hablar contigo! —me gritó la pelirroja mientras me iba.
—Todavía no he hecho nada.
Bajé un piso. ¡Malditas escaleras! Cada paso me retumbaba en la pierna herida. Crucé el pasillo y encontré la ventanilla donde se guardaba el equipo contra incendios. El extintor no me interesaba. El hacha, en cambio… perfecta.
Imagino lo ridículo que debí parecer: cojeando, furiosa, cruzando el campus con un hacha al hombro. Gracias al cielo, la mayoría de estudiantes ya estaban en clase, así que no hubo demasiados testigos de mi marcha épica.
Llegué al aparcamiento. Solo esperaba que la pelirroja no se hubiera equivocado. No quería destrozar el coche de alguien inocente. Imagínate la cara de una persona normal al encontrarse con semejante “regalo”. Y después, a ver cómo explicas que no estás loca.
Por si acaso, di la vuelta al coche. Miré la matrícula: NIK777. Qué ridículas pueden ser algunas cosas caras… Pero ya no me quedaban dudas. El número de la suerte no salvaría ese auto del hacha. Se lo merecía.
Puse los pies a la anchura de los hombros, levanté el arma sobre la cabeza. Dima me había enseñado a posicionarme así cuando intentó enseñarme béisbol. Su rostro golpeado volvió a mi mente. No, esto no quedaría impune.
Inhalé hondo y lancé el primer golpe. El retrovisor salió volando con un chasquido. Una ola de satisfacción recorrió mi cuerpo. No pensé que destrozar autos fuera tan placentero. Segundo golpe: un agujero en el parabrisas. La alarma se activó. Sabía que me quedaba poco tiempo. Sin perder un segundo, golpeé todo lo que podía. Imaginaba a esos cinco matones golpeando a mi mejor amigo, y seguía golpeando.
Me empapaba el sudor, el cabello se me pegaba a la cara, y los brazos ya no respondían. Quizás había sobreestimado mis fuerzas.
—¡¿Estás loca?! —gritó Nick al llegar, atraído por la alarma—. ¡¡¡DETENTE!!!
Me empujó con tanta fuerza que caí sobre los trozos de cristal. Me daba igual. La adrenalina me recorría tan intensamente que al ver el profundo corte en mi mano, solo me reí.
—¿¡Qué has hecho!? —Nick se llevó las manos a la cabeza, horrorizado ante los destrozos.
Las piernas me temblaban, pero conseguí levantarme a la primera. Alcé el hacha una vez más. Otro golpe. Una ventana menos.
—¡Te voy a matar! —rugió. Me arrebató el hacha como si no notara mi resistencia—. Vas a lamentar no haber muerto aquella noche en la carretera.
Se me echó encima como un psicópata. Apretaba el mango del hacha hasta que los nudillos se le pusieron blancos y, lo juro, estaba decidiendo mentalmente con qué ángulo golpearme en la cabeza.