—Vaya, sí que estás buscando problemas —murmuré mientras me acercaba a ella.
A propósito avancé despacio, dándole la oportunidad de huir. Pero, para mi sorpresa, Stef dio un paso hacia mí. Mientras hablaba con mi padrino, había conseguido calmarse del todo. Una lástima; me encantaba cuando perdía los estribos. Había en eso un placer extraño… algo cercano a lo perverso. Sabes que está mal, pero aun así quieres sentirlo otra vez.
Diablos, iba a sacarla de sus casillas. Ahora mismo.
—No llegamos a hablar —dijo ella.
—¿Acaso ya entendiste lo que hiciste y vienes a pedirme disculpas?
—Eh… pues no. Eso será después de que te disculpes tú.
La repasé de arriba abajo. Después del accidente, Stef había adelgazado mucho; estaba pálida, parecía una muñeca de porcelana. Costaba creer que en un cuerpo tan frágil se escondiera un demonio. Aunque dicen que en aguas tranquilas…
—Escucha, Stef. Yo soy bastante misericordioso —abrí las manos—. Si te esfuerzas, puedes compensar lo que hiciste.
Ella puso los ojos en blanco.
—Solo en tus sueños. He venido a advertirte —dijo, limpiándose la sangre de la mano en la falda—. Si tú, o uno de tus títeres, vuelven a tocar a Dima…
—Ay, tu Dima está perfectamente.
—… te partiré la cabeza.
—¿Volverás a agarrar un hacha?
—Hay bastantes métodos más interesantes —bufó—. También disparo bastante bien.
—Ahora sí que me interesa. Quizá debería visitar otra vez a ese niñato.
—No olvides llevar a tu grupo de apoyo, ¿eh? Que sin ellos se te encogen las pelotas… ¿Qué se siente al admitir que eres un cobarde?
¡Estaba jugando con fuego! Si fuera un tío, ya habría perdido media dentadura.
—Cierra la boca, Stef.
—No me vas a decir lo que tengo que hacer.
—Claro que sí. Y vas a obedecer.
—Pff…
—Porque, si no, serás castigada.
Sabía que mis amenazas le entraban por un oído y le salían por el otro. No estaba acostumbrado a eso. Necesitaba… no, exigía justicia. Darle una lección. Colocarla en su sitio. Romper esa armadura que había construido contra mí.
La agarré por la barbilla y, antes de que entendiera lo que pasaba, la besé. Un beso profundo, descarado. Una invasión perfecta de sus límites. Intentó apartarme, pero me divertía. Golpeó mi pecho con sus puñitos, gruñó enfurecida, mientras yo exploraba con la lengua sus labios. Maldita sea, era exquisito. Ni los juicios más duros podrían incomodarla tanto. Ni nada podría darme tanto placer.
La diferencia era abismal: una cosa es cuando una chica se te cuelga del cuello, y otra muy distinta es conquistarla tú. Incluso con un método… digamos, poco civilizado.
Cuando entendió que resistirse era inútil, Stef se quedó inmóvil. Vaya aburrimiento. Estaba a punto de soltarla cuando, de repente, apretó los dientes y me mordió el labio.
—¡Mierda! ¡Cómo duele! —escupí sangre al suelo—. ¡Me abriste la piel!
Stef se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Quieres que te acompañe a la enfermería, imbécil?
—Puedo ir solo.
La sangre me bajaba por la barbilla. Si necesitaba puntos, me quedaría un maldito recuerdo en la cara por culpa de esa mocosa. Genial.
Stef se dirigió a la salida sin prisa, marcando a alguien por teléfono.
—¡Eh! ¡Espera! —grité.
Se volvió con desgana.
—¿Qué quieres ahora?
—Te gustó. Admítelo: te gustó.
—Me encantó —asintió, haciéndome sonreír incluso con el dolor—. Me encantó verte tan impotente.
Un fracaso. Total. Me superó, me aplastó y me dejó en ridículo. Cómo extrañaba aquellos tiempos en los que Stefania Skadovska solo existía como apéndice de su padre. Ahora no podría comer ni dormir hasta probar el dulce sabor de la victoria sobre ella. Necesitaba ver su desesperación. Eso era lo único que deseaba.
Me giré hacia la vitrina con puertas de cristal. Stef tenía razón. Por ahora, la desesperación estaba solo en mi cara. Pero no por mucho tiempo. Pasara lo que pasara, iba a arreglarlo.